domingo, 3 de abril de 2016

LOS DEDOS DE UNA MANO

LOS DEDOS DE UNA MANO

El domingo se iba apagando lentamente y la amenaza del lunes rondaba en el aire como un fantasma. 
Salvo la nuestra, las mesas del bar del club habían quedado desiertas. A un costado del salón, por la televisión sin volumen, daban un partido del fútbol del campeonato local.   
La conversación amena y repleta de anécdotas de los viejos tiempos sin embargo no alcanzaba para aplacar la ansiedad que nos corría por dentro.  
Para matar el tiempo le pedimos al Bocha, el concesionario del bar, unas botellas de cerveza (lo más heladas posibles), acompañadas de varios platitos con aceitunas verdes, papas fritas y palitos salados.
En verdad, lo de matar el tiempo era una simple forma de decir. Las agujas del reloj parecían moverse en cámara lenta. Me bastó un simple paneo por la cara de los muchachos para comprobar que la situación los había desbordado.
Después de largos años estábamos a minutos nomás de reencontrarnos con Alejo Riganti, nuestro amigo famoso, el único de todo el grupo que había logrado llegar y triunfar en el tenis profesional. 
En aquel entonces nadie daba dos mangos por ese pibe de mirada triste, flacucho, que parecía que se lo llevaba el viento cuando soplaba un poco fuerte, dueño de golpes tan previsibles como inofensivos. El profe de aquel entonces, el Chileno Celaya al verlo tan poca cosa, solía recriminarle: “A vos nene te hace falta tomar mucha sopa”.
Por ese entonces todas las fichas estaban puestas en el Muñeco Centurión, o en el  Chiche Bavastro, y hasta de última, en Lalo Espínola. Pero el tiempo pasó y los resultados hablaban por si solos: Rigante, el actual número 27 del escalafón mundial y en ascenso, mientras que el Muñeco manejaba un micro de larga distancia, con los riñones hechos una miseria, Bavastro se pudría cada mañana en una tétrica repartición pública y Lalo…sólo Dios debe saber.  
—¿Mirá si en una de esas nos invita a ir a Europa para verlo jugar en algún torneo? —preguntó Rentera.
—Yo soy menos pretencioso.  Me conformo con algún regalo, no sé, una raqueta—se ilusionó Raimondi.
—No sabés lo bien que me vendría—respondió Machi—, la mía está hecha bolsa.      
—Che, no sean interesados—dije yo.
—Sí, que vergüenza—me dio la razón Rentera—. Acá la cosa pasa por lo afectivo y no por lo material.  
El Bocha arrimó un par de platitos más, uno con salamines cortados en rodajas  muy finas, y otro con aceitunas negras. Dijo que cualquier cosa le avisáramos que traía más ingredientes.      
—No hay caso—sentenció Machi mientras descargaba las cenizas del rubio en el cenicero  —,  el tenis es en ocasiones un deporte imprevisible. El caso de Riganti, sin ir más lejos. Contra todos los pronósticos un día se destapó, como si hubiera sido tocado por una varita mágica y después ya no paró más hasta lo que es hoy: un reconocido jugador profesional.  
—¿Reconocido Jugador profesional?— Repitió en sorna Rentera que ya iba por el tercer vaso de cerveza—. No hablemos pavadas, viejo. Alejo, Alex, como le decíamos nosotros, los amigos, es un jugador tremendo, una estrella del tenis. Y ojo que todavía no dio lo mejor. Otra que jugador reconocido...
La palabra “amigos” empleada con tanta vehemencia por Rentera desató en la mesa un encendido debate acerca de la amistad. Raimondi tomó la iniciativa:
—¿Se puede seguir considerando amigo a un tipo que dejó de verse durante una década? En todos estos años, que yo sepa, ni siquiera nos hizo llegar una mísera postal de navidad.
El silencio fue total, el comentario sonó inoportuno, estaba convencido de que no era el momento para reproches a escasos minutos del ansiado reencuentro con nuestro héroe.   
—No sé, tengo mis serias dudas—se respondió a si mismo Raimondi—.  Es cierto, fuimos muy amigos, pero de ese pibito humilde y  sacrificado que entrenaba día y noche como un perro, de ese chico bonachón al que todos cariñosamente llamábamos Alex. En cambio, de la estrella mundial del tenis, del fulano ese que está podrido en plata y que sale en la tele a cada rato, ¿sabemos algo? Nada, no sabemos un carajo.
—Oíme Raimondi, no es el lugar ni el momento de discutir eso —le paró el carro Rentera—. Si aceptó la invitación por algo será. Me hubiera dicho que no de entrada o hubiera puesto una excusa. ¿No será que le tenés envidia? 
—¿Envidia, yo? Estás loco —se defendió Raimondi—.  Simplemente me cuestionaba si después de tanto tiempo cabe la palabra amistad. Vivimos en mundos tan distintos...Tal vez, luego de esta noche, tengan que pasar otros diez años para volvernos a ver, o por ahí peor: no nos cruzaremos más en la puta vida.  
 -¿Y quién puede saber eso?—preguntó Rentera—. ¿Acaso sos mago? ¿Tenés la bola de cristal? Te parecés a esos tipos que caen de sopetón para arruinarte la fiesta. Mira, para mí la verdadera amistad supera el tiempo, las distancias, las diferencias sociales, todo.
Machi asintió con la cabeza y yo me acordé de una frase que había leído por ahí: “Los únicos amigos son los de la infancia y la adolescencia”, que preferí guardármela.
Raimondi amagó con seguir la discusión pero al final tampoco dijo nada. Segundos después estiró la mano hasta uno de los platitos, se lleno la boca de papas fritas y pensativo, empezó a masticar.   
Hacía media hora que nos habíamos sentado a esperar a Riganti y hasta el momento el único que no había dicho ni mu era el Polo Barrientos; seguía con la vista perdida en algún punto de la vitrina del club casi pelada de copas y trofeos.         
Era cierto. Habían pasado diez años de la última vez. Mejor dicho, nueve años, once meses y quince días. Anoche me había tomado el trabajo de sacar la cuenta exacta. No me podía dormir, estuve hasta la madrugada dando vueltas en la cama, pensando en aquella época, en lo rápido que había pasado todo, en lo unido que habíamos sido, en las chicas con las que siempre quisimos salir y nunca nos dieron bola, en la tarde que caímos todos presos por andar sin registro de conducir en el Meari de Lorenzo.   
Y la noche que avanzaba implacable  y el lunes que ahora empezaba a tomar cuerpo, hasta daba la sensación de que nos esperaba afuera, agazapado en la primera esquina. Mañana hay que ir a laburar, carajo, pensé con la moral por el piso. Y los muchachos que de a poco agotaban los temas de conversación, dejando lugar sólo para el miedo, la desconfianza de que Riganti al final nos fallara. Eran ya la diez menos dos minutos y de nuestro amigo famoso ni noticias. A todo esto yo no paraba de mirar la puerta del bar y decirme: “Pensar que Alex se fue un día por esa puerta, la misma que ahora lo va a traer de vuelta”.
—En los primeros tiempos lo bailaba de lo lindo—dijo Machi todo agrandado—. Le ganaba los partidos casi sin moverme.  
—Yo también, se sumó Rentera.
Era cierto. Hasta los catorce años ganarle era lo más fácil. Después cambió la historia radicalmente. Se volvió invencible. Una metamorfosis que siempre nos resultó inexplicable. Raimondi decía en broma que había sido poseído por el alma de algún viejo campeón de tenis.     
—Che, ya son la diez, — habló por primera Barrientos y se refregó las manos—. La hora señalada. Debe estar por llegar, ¿no? El hijo prodigo que vuelve a la casa. Un lindo título para una crónica.
Barrientos, que trabajaba como asistente en la redacción de un diario, se estaba por recibir de periodista deportivo. Se había venido con un cuadernito con espirales y un par de biromes para hacer anotaciones. Al parecer lo de la crónica corría en serio.       
—Miren que por ahí se retrasa unos minutos. Calculo que se va aparecer a eso de las diez y cuarto — advirtió Rentera que no se cansaba de mirar con nerviosismo el reloj—.  Me dijo que antes de venir tenía un par de compromisos que cumplir.        
—¿Un par de Compromisos? —preguntó pícaro Raimondi, los ojos le brillaban —. No me hagas reír. Un par de locas, querrás decir. Estos tipos, los jugadores profesionales, cuando están de vacaciones cometen todos los excesos habidos y por haber. Imagináte lo que es la vida de esta gente, todas las privaciones por las que tienen que atravesar cuando están compitiendo. No pueden ni comerse un asadito, ni chupar una cerveza, ni salir con mujeres, nada. Claro, después son como esos leones que un día se escapan del zoológico y terminan haciendo un desastre. 
Rentera se rió pero no dijo nada. La idea de llamarlo había sido de él. Hacía un par de años que venía amenazando con rastrearlo y traerlo para el club. Pero cuando llegaba el momento— Alejo regresaba al país siempre para pasar las fiestas de fin de año—, se salía con alguna excusa.  Entonces volvía a comprometerse para el año siguiente. Un cuento de nunca acabar. Pero esta vez, el viernes pasado, a la noche, estaba en la casa aburrido y se dijo: “Vamos Renterita, es ahora o nunca”. Y fue ahora. Pero aclaró que no le resultó fácil, estuvo a punto de abortar el operativo regreso a último momento. Le dio cosa: ¿Cómo voy a llamar a una estrella como Riganti a esta hora de la noche? ¿Por ahí ni se acuerda de mi? Pero se tomó un whisky y después otro, y luego del tercero ya no le importó más nada. No sé cómo, pero se había conseguido el teléfono de la madre, que años atrás se había mudado del barrio.  
—No me van a creer, pero la madre de Riganti, se acordaba de todos nosotros. Una memoria de elefante. Pronunció los nombres de corrido, como una preceptora del secundario tomando lista.
Hizo una pausa. Se puso una aceituna negra en la boca, escupió el carozo en una servilleta de papel y siguió contando. La vieja me pasó el número de celular y dijo que si lo llamaba ahora seguro que lo encontraba, acababa de cortar con él. Le hice caso. Me atendió en seguida. ¿Vos sabes que por teléfono tiene la misma voz que antes? Increíble. No se dan una idea de lo contento que se puso. No tuve que pedirle nada, él solo me propuso de venir para acá, el domingo. Yo igual le insistí:
—Mirá que no hay problemas, si querés vamos para allá, para tu casa.     
—No Renterita, deja, voy yo—me respondió—. Quiero volver a pisar mi querido y viejo club.   —Che, ¿pero vendrá en serio?— preguntó alarmado Raimondi—. Ya son y cuarto.     
Rentera hizo oído sordos y se refirió a un pedido especial que hizo Riganti: instalarnos en alguna mesa del fondo del bar. Quería pasar desapercibido, nunca falta el pesado que pide un autógrafo o una foto.        
—Ves, esa nunca la entendí, ni la voy a entender—dijo Macchi mientras con un escarbadiente pinchaba una rodaja de salamín—. Todo el mundo se muere por el éxito, por ser famoso algún día. Y resulta que cuando lo logran se terminan escondiendo detrás de anteojos negros y vidrios polarizados, como si fueran delincuentes.
—Y bueno, no debe ser fácil. El terrible precio de la fama. Ni más, ni menos. No te dejan ni ir al baño a mear tranquilo —contestó Rentera.      
Lo cierto es que la condición de Alex fue cumplida a rajatabla, a pesar de lo que dijo Macchi, que daba lo mismo, total a esa hora en el club no había quedado ni el loro. Nos instalamos en la mesa más alejada de la barra, en un rincón oscuro, pegada al ventanal que daba a las canchas de tenis desiertas.   
Me puse a observar a los muchachos. La mesa nos quedaba grande. Podía contarnos con los dedos de la mano. Éramos cinco tipos. Nada más. Sobrevivientes de un pasado feliz que cada día quedaba más lejos.   
Estábamos dispuestos de la siguiente manera: Rentera, Machi y yo de un lado; enfrente,  Barrientos y Riganti. La cabecera que daba de espaldas a la entrada, la dejamos libre para cuando llegara Alex. En la otra, sobre una silla de madera, habíamos amontonado los bolsos y las raquetas formando una interminable montaña que amenazaba con venirse abajo cada vez que alguien movía la mesa.     
—Che, que macana eso que dijiste, que no le gusta que le pidan autógrafos—se lamentó Machi—. Yo que justo le quería pedir uno para mi hermano que es un fanático perdido de Riganti.  
—Y yo que me iba a sacar unas fotos con él para mostrárselas a mis compañeros de oficina, así se revientan bien de la envidia—dijo Barrientos.   
—No, para un poco, no es para tanto —dijo en un tono tranquilizador Rentera—. Con nosotros no va a haber problemas en ese sentido.        
—Yo tenía la idea —dijo Raimondi mientras se rascaba el mentón—, díganme si les parece desubicado o no. Vieron que colaboro con una ONG de chicos con discapacidades motrices, bueno, se me había ocurrido pedirle de ir a la fundación para dar una charlita a los pibes, no se imaginan lo contento que se van a poner.
—Ni lo dudes. Estoy seguro que te va a dar una mano. El otro día leí en una revista que le gusta involucrarse en causas humanitarias.   
Diez y media de la noche y ahora fue Macchi quien alertó sobre la posibilidad cierta de una deserción:   
—¿A ustedes les parece que realmente vendrá? Miren la hora que es.
—Va a venir, quedáte tranquilo—replicó Rentera—. Y cuando cierren el club la seguimos en el pub de enfrente de la estación. Está abierto toda la noche. Me voy a agarrar un pedo madre.    
De lejos el Bocha nos observaba con cara inquisidora. Sus ojeras eran impresionantes. Se acercaba la hora de cerrar y el tipo se dormía parado. Estaba al pie del cañón desde las ocho de la mañana. En un momento dado no aguantó más y nos lanzó el ultimátum: “No sé a quién carajo esperan y no me importa, pero yo a las once y cuarto cierro el boliche. Ni un minuto más, ni un minuto menos”.     
Miramos el reloj con desesperación los cinco al mismo tiempo. Faltaba todavía media hora para bajar las persianas del boliche. El panorama había cambiado. Si el tiempo antes se había mostrado lerdo, vueltero, ahora las agujas volaban. La catarata de preguntas no se hizo esperar:            
—¿Se acordará cómo llegar después de tantos años?
—¿Habrá salido en su propio auto o se tomó un remis?
—Mira si se perdió y terminó en el medio de una villa por el camino negro…
—¿No estará cortado el puente Pueyrredón? Hoy los piquetes no tienen día ni horario.
Lo volví a observar al Bocha, se había despertado de golpe, pasaba a las apuradas un trapo rejilla al mostrador y acomodaba  copas y vasos en unos estantes.
Observé también a Rentera: su lengua humedeciendo los labios, sus ojos vacíos, sus oídos lejanos.      
—¿Por qué no lo llamás?— preguntó enojado Barrientos. 
Rentera lo miró con si le hubieran hecho una pregunta sobre física cuántica.
—Llamálo, a Alex—insistió el Polo—. ¿Acaso no te quedó el número registrado en el celular?
—¿Te parece?
—¿Cómo si me parece? ¿No nos vamos a quedar acá toda la noche, como cinco boludos? 
Rentera llamó pero le salió el contestador. No dejó ningún mensaje. 
Once en punto. El Bocha sin preguntar apagó el televisor, justo cuando uno de los equipos se aprestaba a patear un penal. Nuestros ojos se posaban insistentemente sobre la puerta del bar, esperando lo que a esa altura parecía ser un milagro. En un momento dado una figura alta la atravesó. Nos estremecimos. De entrada no alcanzamos a descifrar su rostro. Falsa Alarma. Era el correntino Barbosa, el empleado del vestuario de hombres que se despedía del Bocha hasta el martes, el lunes no venía porque le correspondía franco.   
Once y cinco. Las dudas ahora habían dado paso a la decepción. Una sucesión de quejas, reproches y lamentos se descargaron sobre la humanidad de Rentera.      
—Ya no viene. Para mí que nos cagó.
—Por lo menos podría haber avisado a tu celular, no le costaba nada.
—Y viste como son las estrellas, se olvidan rápido de los pobres.
Quiero volver a pisar el viejo y querido club. Eso te dijo, ¿no?  Un flor de chanta.   
—Más que chanta, un desagradecido. Si fuimos nosotros los que le enseñamos a jugar tenis al gil ese.  
—¿Y ahora que le digo a mi esposa? No tengo ni una mísera foto con él. Se va a pensar que me fui de putas por ahí. Me parece que esta noche duermo en la plaza.  
—Así que la verdadera amistad supera al tiempo, la distancia…en fin las boludeces que hay que escuchar...
Machi dijo bueno y amagó con levantarse. Recién ahí  Rentera reaccionó. Insistió con el discurso optimista sobre la llegada inminente de Alejo. Milagrosamente logró dilatar el desbande, al menos por cinco minutos más, el plazo fijado por el Bocha.    
Empezamos  a transitar así el tiempo de descuento en el más absoluto silencio. La escena hacía acordar a esas películas de suspenso con un final previsible.
Miré la mesa. Seguíamos siendo cinco tipos. Los dedos de la mano. Las matemáticas aportaban a la escena exactitud y crueldad por partes iguales. Pensar que una década atrás ni siquiera entrábamos en tres mesas. Nuestro grupo estaba formado por al menos quince almas. Se me dio por pensar que tal vez se trataba de un juego más, como el tenis. El último en irse, pierde. Ese podría ser su nombre. El primero en jugarlo fue Alex,  diez años atrás y a partir de ahí el goteo fue imparable. Nos fuimos desperdigando de una manera silenciosa. Unos porque se casaron, otros porque se mudaron, muchos porque sí y hasta hubo uno que se le ocurrió morirse antes de tiempo. Otra vez clavé la vista en los muchachos, me miré a mí en el espejo de la pared y me pregunté quién sería el último en apagar la luz. ¿Quién?  
Espié el reloj por enésima vez: once y catorce minutos. Aproveché los últimos sesenta segundos para intentar acordarme del momento en que estuvimos todos juntos por última vez, pero no pude. Juro que no pude. Para ese entonces el Bocha ya había subido las sillas sobre las mesas y empezaba a apagar las luces del local.
CGM

Marzo 2014     

viernes, 18 de diciembre de 2015

CELESTE Y ROJO, UN CUENTO DE PABLO RAMOS.

Este cuento ha sido subido a "Los Libros Naúfragos" con la autorización de su autor, Pablo Ramos, escritor a quien me une una gran admiración.
Muchas gracias, Pablo, por tu generosidad! 
Claudio Miranda




CELESTE Y ROJO
Caminaba hacia el bar pero se detuvo un poco antes de llegar a la puerta. Un perro viejo se había echado sobre el colchón de hojas amontonadas por el viento; ahí, quieto, parecía no respirar. El se agachó y con un pedazo de corteza lo tanteó en la barriga. El perro estiró una pata y luego, lentamente, giró la cabeza: tenía los ojos de piedra. Él le acarició el lomo y se levantó, sosteniéndose de la pared. Dale Arsenal leyó en letras que le parecieron su letra,  pintadas con aerosol rojo. Respiró profundo el aire frío, se acomodó la camisa y el pulóver adentro del pantalón y subió el cierre de la campera hasta el cuello. Llegó al bar, empujó la puerta y entró.
El bar era un mostrador, algunos bancos altos, el billar y una mesa redonda donde cuatro hombres jugaban generala triple. La poca luz provenía de la calle, toda la que podía entrar a través de los vidrios mugrientos. Sobre la mesa se mezclaban los vasos a medio tomar, los cigarrillos, los dados que iban y venían, y las apuestas: fichas amontonadas en el centro.
-Qué hacés acá, pibe, ¿no deberías estar guardado vos?-lo saludó Ángel
-Vine a despedirme, me voy.
Ángel dejó un dado y metió los otros adentro del cubilete. Lo miró con desconfianza.
-Un as te va de segunda.-El jugador de la derecha señalaba una planilla escrita en lápiz , tres columnas de números ordenadas de alguna manera.
-A mi también me gustaría irme a algún lado-dijo Ángel, y encendió un cigarillo con otro que hacía equilibrio en el borde de la mesa.
-¿Te anoto o no te anoto?-insistió el jugador.
Ángel hizo una seña. tomó un trago y, con la vista puesta en la mesa, dijo algo a modo de despedida.

En la calle había empezado a llover. El perro parecía no tener fuerzas ni para resguardarse. Lo tomó de la cola y lo arrastró despacio hasta el rectángulo seco bajo el balcón de chapa de la casa de al lado. Sintió el viento en la cara y escuchó el silbato del tren detrás del murmullo de la avenida Mitre. Caminó pensando en lo que, días atrás, le había dicho el Ruso.

-Tres-le había dicho-,con tres estás al pelo. Si te tomas cuatro sos capaz de pelearte con un gorila.
Llegó a su casa y entró por la puerta del patio. Su madre no estaba. No quiso mirar hacia ningún rincón, sintió que cualquier cosa podía haberlo hecho dudar, haberlo detenido. Tomó la mochila y metió el walkman y la bandera de Arsenal de Sarandí. Tomó la plancha de pastillas, sacó todas las pastillas y se las metió en la boca. Masticó y bajó el amasijo con agua. Celeste y rojo, pensó y salió de la casa.
Tenía cuatro cuadras hasta la avenida Mitre y, después de cruzarla, unos metros más hasta la escalera del viaducto. Celeste y rojo, se le cruzó otra vez sin saber por qué. Sólo los colores, los dos colores que estaban ahora en la mochila y caminó casi feliz por el descubrimiento de esa idea: celeste y rojo todo junto atrás en la mochila. El corazón se le aceleraba y casi no podía respirar. Como en un sueño, su cuerpo lo llevaba a través de la tormenta, las calles vacías, las hojas de otoño bajo sus pies dormidos.
De pronto se encontró frente a la escalera del viaducto sin recordar haber cruzado la avenida. Encendió el walkman y comenzó a subir los escalones de hormigón. La escalera que lleva a la estación Sarandí del Ferrocarril Roca, una isla de cemento entre dos vías.
Las piernas se le aflojaban y sentía la transpiración más helada que la lluvia. La música era apenas un susurro al oído, entonces subió el volumen  y se concentró en la canción. Hablaba de alguien que se iba lejos, a otro país, Pensó en lo que sería vivir en otro país, en la serenidad y en la lejanía que parecían  estar incluidas en esas palabras. Caminaba por el andén. Trataba de pensar en fútbol, en alguna tarde de sábado guardada sólo ahí, en su memoria, y que por eso estaba destinada a perderse para siempre. Recordó un gol cualquiera, tal vez inventó uno, un gol al Porvenir, Celeste y rojo todo junto atrás en la mochila, pensó, y sacó la bandera, se la ató al cuello, la vio agitarse en el viento. Subió más el volumen del walkman: los que no pueden más se van, decía la canción.
Entonces bajó a las vías y extendió lo brazos, con los colores flotando en el aire, como un pájaro sereno, un ser invencible. El silbato del tren, el bulto enorme salido de entre las sombras. Los que no pueden más se van, se van; eso decía ahora la canción.
Pablo Ramos    
  

sábado, 12 de diciembre de 2015

MAURICIO MACRI...LÁSTIMA EL BIGOTE...

No trascendió en ningún lado. Me reservó la fuente de información. Lo cierto que ese caluroso día, la mañana de la asunción como presidente de la Nación, muy temprano (no había podido pegar un ojo en toda la noche), el ingeniero entró en el amplísimo baño en donde todo brillaba como el oro, se miró en el espejo y sintió una profunda congoja. La felicidad nunca es completa, no lo es para nadie. No lo era por las arrugas, ya imposibles de disimular, ni por las profundas ojeras producto de una noche en vela. La culpa de todo la tenía esa estúpida franja pelada, ese vacío delator, justo entre la nariz y el labio superior. Hacía tiempo que su bigote había volado por decisión de un iluminado asesor de imagen. Lo hacía más viejo, ni hablar de las reminiscencias hitlerianas que provocaba. Lo extrañó como nunca. Era vasto y le sobraba presencia, pero sin llegar a cubrir la comisura del labio. Pensó en la banda presidencial atravesando su inflado pecho, en el emocionado "sí juro", imaginó también el balcón de Eva y Perón, hoy usurpado por una banda de chetos bailarines con inclinaciones místicas, en la gente abajo agitando banderitas celestes y blancas, pero ninguna de esas imágenes lograron borrarle la amargura. 
No hay caso, no estaba. Su bigote brillaba por su ausencia, un símbolo de poder, de autoridad, pero mucho más que eso, el signo que lo diferenciaba de su padre, a quien odiaba con toda su alma, no importa que ya fuera un anciano incoherente, siempre lo odiaría. ¿Acaso no había hecho todo por él? ¿Para dirimir de una buena vez esa vieja rivalidad? Disputa que ahora estaba convencido de haber ganado por goleada. Un presidente, el presidente de Argentina es siempre más que un empresario, por más poderoso que haya sido el viejo. ¿O no? Lástima el bigote... 
Salió del baño con un sentido de pérdida que rápido adquirió la forma de mutilación.
El ingeniero, el presidente a punto de asumir, nunca lo sabría, pero ese mismo día, la patria había amanecido igual que él, con la misma sensación de mutilación.

Claudio Miranda












domingo, 1 de noviembre de 2015

LA CONSAGRACIÓN

¿Quién no soñó alguna vez con la gloria, con la consagración, por más insignificante que sea?


LA CONSAGRACIÓN
Si uno se dejara de albergar esperanzas, se ahorraría un montón de decepciones
Kjell Askildsen
Respiré profundo y por fin escribí: “No debe existir en el mundo un sentimiento más destructivo que el amor”.
Retiré las manos del teclado y miré fijo el monitor. Leí la frase en silencio una y otra vez, con la más absoluta concentración. Un final memorable, me dije. El cierre perfecto. La frase habla por sí sola, le sobra fuerza, suena bien a los oídos. Además sugiere, dice cosas, y al mismo tiempo no dice nada; es inquietante por donde se la mire y ambigua, invita a pensar. También,  incómoda, como una piedrita adentro de los mocasines. Y por si fuera poco jode, eso es lo mejor de todo, la frase jode de lo lindo. 
Miré el reloj de pared, eran las seis de la mañana en punto. Siempre escribía de madrugada, casi a las escondidas, como si fuera un delincuente. En otro horario me resultaba imposible, la casa era un infierno, los chicos haciendo de las suyas y mi esposa a los gritos pelados.       
Imaginé la cara que iba a poner Stancatto, imaginé sus gestos incrédulos, sus ojos llenos de perplejidad. No me quedaron más dudas: gracias a este cuento mi carrera literaria tomaría un impulso desconocido. Un antes y un después. El soñado punto de inflexión.
¿Carrera literaria? Bueno, desde hacía un tiempo se me había dado por escribir, no solo eso, concurría semanalmente a un taller literario. Era eso o ir al psicólogo.
Me acordé de las palabras de Stancatto en la primera clase:
—Es mejor sugerir que decir, el lector quiere ser cómplice del autor, pues entonces hay que dejarlo. Américo querido, déjelo nomás.
Había concluido el cuento, o casi. Emocionado, pensé en el esfuerzo de los últimos ocho meses. Recordé otra vez su voz gruesa, potente:
—Que fluya Américo, la escritura es creación, no se autocensure, deje correr la inspiración, por más bobo que le parezca, escríbalo. No se preocupe, para eso estoy yo, acuérdese: narrar es humano, corregir es divino.
Es cierto, hubo una época en mi vida en la que había perdido la brújula, por decirlo de alguna manera, pero el rumbo lo recobré desde el mismo día en que empecé el taller. Y todo gracias a él, Horacio Stancatto, un verdadero maestro, escritor reconocido, coordinador de varios talleres literarios y director de la revista “El Cisne Engripado”, por lejos, la publicación más vanguardista de Buenos Aires y probablemente de toda Latinoamérica.
La tercera clase la hicimos un jueves a primera hora de la mañana, yo estaba de vacaciones en el trabajo.
—No adjetive Américo, narre, cuente la historia, la gente quiere leer algo interesante en la cama, en el aeropuerto o donde puta sea. Una buena historia, ¿me escuchó? 
—¿Qué le pasa, Américo? ¿A quién corno le importa su punto de vista acerca de la naturaleza humana? No viejo, no está escribiendo un ensayo, que le quede claro. Se trata de un cuento. Cuando quiera leer un ensayo me compro “Hombres y Engranajes” de Ernesto Sábato. Narre, Américo, por favor, narre. 
La clase número doce fue decisiva:
—Describa pero no abuse. Américo querido, escúcheme bien, no aburra con detalles que a nadie le interesan. No tiene importancia si los ojos de la mujer eran azules o si su culo estaba un poco más caído que la última vez. No se detenga en lo superfluo, escriba solamente los rasgos más sobresalientes del personaje.
El señor Stancatto era un docente y ante todo un profesional que canalizaba el talento de los escritores, porque a veces tener tanto talento en vez de ayudar, claramente perjudica.  
—¿Ignominia? ¿Qué es eso? Déjese de joder Américo, no se complique usted y por sobre todas las cosas no me complique al lector. No me escriba difícil, utilice un vocabulario simple, haga fluir las palabras, haga que el cuento fluya.
Esa fue otra de las enseñanzas que me marcaron a fuego, clase número quince, un martes lluvioso, si la memoria no me falla.
Uno, como escritor quiere conmover la piel del lector, decía Stancatto, pero en verdad yo me hubiera conformado con conmover a Hilda, apenas eso, aunque claro, esa es otra historia y tal vez un imposible. No sé si es conveniente explayarse ahora sobre el punto, pero hay que partir de la base de que el parentesco (en este caso, la mujer de uno) es a veces un obstáculo para la concreción de aspiraciones personales, incluso el simple y noble anhelo de ser feliz alguna vez en la vida.
Hilda nunca se destacó por ser una persona muy positiva que digamos, mucho menos para evaluar mi obra literaria. Después de leer mi primer relato “Al fondo y a lo lejos”, me hizo aquella observación tan particular, casi ofensiva:
—No entiendo. Para que complicarse la vida con estas cosas...si vos sos abogado.
Yo hice como que no la había escuchado, pero su voz otra vez me ametralló los oídos:
—No sé a dónde querés llegar con todo esto.  
En verdad, hasta el día de hoy, y remarco la frase hasta el día de hoy, la literatura efectivamente no me ha llevado a ninguna parte. Después de esta noche, cuando Stancatto me diga que el cuento quedó de maravillas y pida un fuerte aplauso a los otros talleristas, aplausos que retribuiré con un modesto “muchas gracias”, veremos qué pasa. Y si todavía no obtuve ningún reconocimiento no fue por haberme dejado estar, al contrario, en los últimos tiempos he presentado obras en los más variados concursos literarios de habla hispana. Como me dijo Estancatto un día, a modo de consuelo, a veces los premios son una cuestión subjetiva, aleatoria o mucho peor: querido, están todos comprados. Creo que ni bien terminó la frase, Stancatto se arrepintió: el viejo solía ser jurado de certámenes literarios.
A Hilda le gustan los libros igual que yo. Eso sí, nunca un Poe, un Arlt, un Isidoro Blaisten. Más bien lo de ella son los libros de dietas. ¿Si es gorda? No, en absoluto. En realidad es más flaca que un palo de escoba, pero su reciente cambio de década sumado a una neurosis galopante, le hacen ver la realidad un tanto distorsionada. Se la pasa todo el santo día arriba de una balanza y enfrente de los espejos, porque si algo sobra en mi casa son espejos: dos en el comedor, uno en el living y tres en el dormitorio.
Como decía, ha leído todos los libros de dietas habidas y por haber: la dieta del sol, la dieta new age y la dieta del ombligo, entre otros célebres títulos.
Pero bueno, dejemos esa nefasta literatura para otro momento, lo más importante ahora es mi bendito cuento que, dicho sea de paso, está prácticamente terminado o por lo menos bien encaminado.
—Ay Américo querido, dele un toquecito de suspenso a la historia, si no es un plomo leer este bodrio —me reprochó en la clase número veinte.
Entonces se me ocurrió una idea maravillosa: la novia del protagonista saca imprevistamente un revolver de la cartera y contra todos los pronósticos, en lugar de matarlo a él, le dispara en la cabeza a su inseparable perro, un ovejero alemán con papeles y todo. Impactante, Stancatto se va a quedar con la boca abierta después de escuchar esta vuelta de tuerca.
No hay dudas, es un cuentazo. Ahora apenas faltaría darle un toquecito a aquella frase, un tanto extensa y recargada para mi gusto.
—¡No me escriba barroco, Américo!—me había gritado una noche Stancatto, con un aliento insoportable y los ojos desorbitados.
Fue, si mal no recuerdo, la clase veinticuatro, un feriado, viernes santo para ser más exactos. Sí, ese día las clases se impartieron normalmente, Stancatto era ateo y yo... bueno, a mí me daba lo mismo. Después agregó con firmeza:
—Escribir es restar. Elimine los excesos Américo querido, hágame el favor.
Entonces mis manos, en vez de un teclado, accionaron una tijera, una grande y poderosa tijera. Veamos cómo era la frase original: “Mis piernas trémulas vacilaron, lívido, empecé a moverme hacia la puerta, entre los invitados y mis propios despojos, me hice paso, me arrastré como un condenado a la silla eléctrica. Pálido, abrí la puerta y una bocanada de aire fresco invadió mis pulmones. Salí y miré el florido jardín. Por fin, extraje un rubio y lo encendí”. Una verdadera bazofia. Lo único que había que hacer era podar, mutilar. Y podé, vaya que podé. ¿Cómo quedó? Muy simple: “Me sentí mal y salí al jardín para fumar”. Un golazo de media cancha. 
Una maravilla. Stancatto va a llorar de la emoción, pensé. Ya está. Mi consagración es apenas una cuestión de tiempo. Estoy seguro que con este cuento voy a ganar el concurso Juan Rulfo de París o el premio Julio Cortázar de Cuba…No sé, algo importante voy a ganar seguro. Lo presiento. Y con la distinción se me van a abrir miles de puertas. Mi nombre va a aparecer en los suplementos literarios del país y del extranjero. Y más adelante, cuando mi carrera de escritor se haya afianzado, voy a mandar al demonio la oficina. Y si Hilda no recapacita, me voy a ir de esta casa. Qué se cree. Sí no sabe reconocer un talento como el mío, entonces no es merecedora de mi cariño. Después de todo, alguien voy a conseguir, a los buenos escritores nunca les faltan mujeres.                
Seguí minuciosamente con el plan. Imprimí dos juegos del cuento, los abroché, y los coloqué adentro de una carpeta amarilla. Mi esposa dormía como un tronco, sus ronquidos hacían vibrar la casa entera. En realidad, los inconvenientes surgieron cuando decidí imprimir un tercer juego, por las dudas, nunca se sabe. Las hojas se atascaron y entonces la condenada  impresora empezó a largar un fuerte chillido. Algo espantoso. Maldije a la tecnología en general, a la computación en particular, y sobre todo, a ese condenado aparatito que hacía cualquier cosa menos imprimir.
—Dále, imprimí, nena —dije en voz baja.
Pero nada. Seguía sin salir una maldita hoja y el barullo ahora se había tornado insufrible. Me calenté:
—¡Te digo que imprimas, flor de hija de puta!—grité fuera de control y le pegué un puñetazo.
La luz del dormitorio se encendió y escuché un gemido, un lamento o algo parecido: Hilda.
Salí de la casa lo más rápido que pude, con los cordones de los zapatos desabrochados, la corbata a medio anudar y la carpeta amarilla debajo del brazo. Desde la vereda escuché su voz, más ordinaria que nunca:
—¡Para un poco con la boludez esa de que sos escritor! ¡Dejáme dormir, pedazo de infeliz!
Corrí hasta la parada de colectivos, en el trayecto me pisé los cordones y por poco me rompo el alma. Subí al colectivo y recuperé de inmediato la confianza en mi porvenir literario. Me bastó con ver las caras de amargados de los pasajeros. 

Al final no fui a la oficina ese día. De eso me acuerdo. Lo que no recuerdo bien es lo que hice hasta la hora de ir al taller. Estaba como mareado y todo se me parecía a un sueño. Los que me vieron comentaron que caminaba por las calles a la buena de Dios, con las manos en los bolsillos y silbando.  Dijeron también que parecía contento, tal vez mucho más que eso: Feliz. 
CLAUDIO MIRANDA (2010)

jueves, 10 de septiembre de 2015

MARÍA KODAMA Y LA CIÉNAGA

Cuando en junio de 2011, María Kodama, en su carácter de heredera y custodio de la obra del gran escritor argentino Jorge Luis Borges, inició una nueva demanda judicial por plagio, esta vez contra el escritor argentino, Pablo Katchadjian, el mundo literario tuvo la certeza de que la viuda había llegado a un límite.
Mi impresión particular fue que Kodama,  en realidad, lo había traspasado largamente, para zambullirse de lleno en el agua podrida de una ciénaga. Sólo desde un lugar así se puede engendrar tanta codicia o indecencia, o las dos cosas juntas.
Pablo Katchadjian cometió el supuesto "delito" de escribir "El Alpeh Engordado", un experimento literario, claramente borgeano, en el que intervino el texto original del cuento más famoso de Borges, intercalando con el de un nuevo texto y propio. Un procedimiento emparentado con lo que se conoce como el juego de la intertextualidad.
La definición de plagio de la RAE no deja dudas de que Katchadjian nunca cometió plagio, sin embargo la demanda tuvo eco en los dudosos tribunales argentinos. De todas las presentaciones realizadas por Kodama, está es por lejos, la más escandalosa.
La idea de que un escritor pueda terminar preso por ejercer su oficio es lisa y llanamente una locura.
Imagino a María Kodama y su valiente banda de abogados, como un grupo comando que sale todas la mañanas a cazar desprevenidos, la materia prima para un nuevo y vergonzoso proceso judicial. Para María Kodama, Borges es intocable, dentro de poco para leerlo, habrá que pedirle permiso a ella.
Si algo hay que reconocerle a Kodama, es que el oscuro personaje que ha forjado a lo largo de los años es producto del mérito propio. Un casamiento en el extranjero a las apuradas con un anciano-Borges- con visibles signos de decadencia, algo que la vejez tarde o temprano, siempre regala. Y luego, de nuevo con urgencia, ese mismo anciano cambiando el testamento para dejarla a ella como única beneficiaria de su legado.
Sin embargo, lo imperdonable en Kodama es haber convertido a Borges en una especie de categoría judicial, condenando sus textos a transitar las deshonrosas fojas de expedientes. Para una obra tan asombrosa, tan plena de luz, no debe existir un destino peor.
Si algún elemento positivo dejan los pleitos de la viuda, es que tarde o temprano, se deberá revisar la arcaica ley de derechos de autor que rige en Argentina. Es necesario asegurar la libertad de expresión, la libertad de escribir.
Hasta tanto eso suceda, la ciénaga permanecerá allí, amenazante, prometiendo, según como soplen los vientos, seguir haciéndose sentir, con sus olores nauseabundos.




CLAUDIO MIRANDA

PD: Mi incondicional solidaridad con el escritor Pablo Katchadjian




miércoles, 24 de junio de 2015

Gorigori: Un Cuento de Santiago Casero González

A Santiago Gonzaléz Casero lo conocí unos años atrás por internet, a través de este mismo blog. La admiración recíproca de algunas cosas que habíamos escrito, condujo a la inevitable amistad. 
Finalmente, en mayo pasado, pudimos vernos  las caras, en la hermosa Madrid, compartiendo un encuentro, unos cuantos cafés que se prolongaron por más de cuatro horas, oportunidad que me permitió comprobar que además de escribir como los dioses, Santiago es un gran tipo. Allí hablamos de todo un poco, pero sobre toda las cosas del vicio de escribir, del propio y del ajeno. 
Admirador como nadie de la literatura argentina, tiene en el extraordinario César Aira, un referente indiscutido. 
La literatura de Santiago aborda con agudeza y fino humor, temas esenciales: la búsqueda de la felicidad, la soledad, la muerte, la amistad, el sentido de la vida...Santiago es un "viejo" mago de las palabras, que al leerlas provocan la placentera sensación de que la literatura lo puede todo. 
Sus personajes suelen refugiarse en sus propios pasados,  allí se encuentran a salvo, porque en definitiva entienden que el presente no existe, se escurre entre las manos como agua, y el futuro, en el mejor de los casos, es una simple expresión de deseos. En el pasado, la muerte siempre los encuentra más lejos. Pero no son tipos resignados, todo lo contrario, a pesar del destino que parece escrito, luchan contra viento y marea, porque en definitiva la vida es tan misteriosa e incomprensible que hasta los milagros pueden suceder.
Y cuando uno empieza a sumergirse en su obra, percibe que el tiempo se detiene, y que el mundo es, ni más ni menos, alguna de sus fabulosas historias. 
Goriri, cuento inédito, es un fiel exponente de todo esto. Vale la pena leerlo.

Claudio Miranda.  


  Gorigori
¡Ay vida, no me mereces!
Juan Rulfo, Pedro Páramo.
Desde que el médico le dijo: le quedan apenas tres meses de vida, y eso con suerte, Darío no ha dejado de pensar en la música con la que le gustaría dejar este mundo. Mentiría si dijera que no se ha dedicado a otra cosa en este tiempo, porque de hecho ha accedido, generoso, a que los demás se despidieran de él, ya que no él de ellos. Siempre ha pensado, como Céline, que es el mundo el que nos deja y no al revés. Bueno: lo cierto es que se puso enseguida a perseguir la última melodía: la coda. Naturalmente (seguro que lo habéis adivinado) su primera opción fue la llamada música clásica. Nada parece más adecuado para expirar, o para las exequias de quienes ya lo han hecho, que la música culta. Sin embargo, pronto fue presa de distintas vacilaciones. La primera, más bien de carácter general: ¿Tendría que sonar un aparato, por descontado de alta fidelidad, o debería hacerse acompañar en sus últimos estertores de músicos de carne, hueso y frac? Darío se decantaba abiertamente por lo segundo (pasa una vez en la vida, ¿no?), aunque… Obvio: la elección y la duda estaban muy condicionadas por el número de los intérpretes necesarios y por la relativa exigüidad de su apartamento: si se tuviera que dar el caso de intentar embutir una filarmónica o un coro en su dormitorio (rincón que había elegido para abandonar el mundo), esta opción perdía posibilidades (y con ella los requiems y las misas solemnes). Baste decir que en una ocasión en que convaleció no recuerda ya de qué (siempre ha sufrido de fracturas y angustias), los vecinos y amigos le visitaban (¡torrenciales!) aguardando en el descansillo de la escalera la oportunidad de ofrecerle su liviana conmiseración: así de mezquina con la sociabilidad la moderna arquitectura urbana reservada a la mesocracia del siglo XXI. En consecuencia: descartada la muchedumbre. De hecho, Darío concluyó que ni siquiera era factible un cuarteto en aquel nicho (¡oh, desafortunado tropo!), incluso si sus miembros fueran enjutos virtuosos eslovacos. Claro está: solución de urgencia: la música enlatada permanecía vigente, amén de los solistas. Por supuesto la primera quedaba reservada para una desesperación ulterior (¿de nuevo una metáfora cruel?): sólo si eran inviables los semovientes. El dilema del solista (bonito título, acudes en vano ya) incluía como es natural el de su instrumento. El piano no podía ser más tentador, pero persistía la dificultad del espacio, ya que no contemplaba otro que el de cola (su luto barnizado y cegador). El violonchelo lo tentaba también (ah, esas suites implorantes de Bach, de Cassadó…), pero la textura de sus arpegios invitaría a los presentes con toda seguridad a un llanto que, por inducido, se le antojaba deshonesto (estético, por así decirlo): si tenía que haber lágrimas, que las hubiera, pero que no vinieran de fuera, por favor. Instrumentos más afilados, menores, introducían por su parte un elemento castizo, un poco verbenero (el violín, la trompeta, ¡la guitarra!), de manera que llegado a este punto no podía ocultar que estaba empezando a desanimarse (¿por qué le agreden así los calambures?). Así pues: cambio de registro. Acudió esperanzado al jazz. Huelga decir: subsistían irresueltos los inconvenientes de la multitud sonera agolpada imposible en su cuarto, pero asimismo deploraba tener que renunciar a Oh, cuando los santos van marchando (etcétera): eso sólo podía ejecutarlo (ay) una banda nutrida cuyos miembros hicieran rotar sus cinturas al albur de la melodía. Se consolaba pensando que de todas formas en esa ciudad nadie sabía interpretar correcto un nuevaorleans. Parecía fácil: el prestigio de lo virtuoso, del talento, lo gozaban el be-bop, el freejazz, la fusión, pero tocar bien un tema tradicional de esos que insinúan sinsabores del sur es de lo más difícil del mundo, y aquí la gente lo toca falso, como de fiesta de colegio. Así que quedaba igualmente el recurso del solista: Darío veneraba a Bill Evans, su voluptuoso swing, mas, aparte el problema antedicho del piano, ¿traer a un impostor? Y aceptando entonces a un falsario que se hiciera pasar por un genio ya extinto (Oh, cuando los santos van marchando, Señor, yo quiero estar con ellos…), ¿no sería preferible Chet Baker?: Sí, aparentemente tiene éste una trompeta, pero… Tiene una garganta de viento, tiene en su boca una razón para seguir viviendo que al trompetista se le olvidó ese día en que se arrojó por una ventana de su hotel. Tal vez la trompeta, pensó, su alboroto saltador, desconcertaría además las actitudes premeditadas de los asistentes a su exitus (¿qué hacer: bailar, sollozar, tener miedo…?). Por lo demás: lo que Darío habría deseado por encima de todo: Keith Jarrett, el concierto de Colonia, junto a su lecho doliente, pero, ay, ese concierto se disipó para siempre una noche de enero de 1975 y apenas queda un pálido eco en grabaciones grises que se pretenden un reflejo de aquel resplandor: un vano consuelo: su registro en un disco. Por no hablar de los recuerdos: Esther y Darío, mochila al hombro, recién bajados de un tren en Colonia, jóvenes aún, asistiendo a esa música extática y prefigurando un futuro juntos que luego se truncó. Total: más desaliento. Consecuentemente, bajó unos peldaños: música mexicana. Sospecha que ha pensado en ella sólo por su madre, que suspiraba por Vicente Fernández (decía que se parecía a su padre) y, nunca sabrá por qué, por Rocío Dúrcal. Sólo la posibilidad de morir escuchando una ranchera (¡¡¡…de qué manera te olviiiido!!!) le quitaba las ganas de vivir. Pero, atención: No tener deseos de vivir no basta para querer morir. ¿Y la música italiana? Este asomo de pensamiento le convenció de que se estaba pasando con las dosis de morfina. Y al fin, postrero: ¡el tango! El tango sí, por favor. Qué música sabia y conmovedora: justificaba el haber vivido y hacía tolerable el no vivir. Pero: ¿Qué tango? ¡Qué duda! No obstante: lo primero…, mmm…, buscar a un tanguista dispuesto a cantar a un moribundo. O mejor, elegir el tango y luego…. Desde el principio tuvo claro esto: una letra que no aludiera ni siquiera de refilón a la muerte o a la vaporosa esperanza en el más allá. ¡Hay tantas zozobras equivalentes…! Barajó Cambalache, Mano a mano, Malena, Caminito, Sur… pero prevaleció Tomo y obligo. Juzguen ustedes: Tomo y obligo, máaandese un trago, que hoy nesesito el recuerdo matar; sin un amigo lehos del pago, quiero en su pecho mi pena volcaaar. Beba conmigo, y si se empaaaña devezencuaaando mi voz al cantaaar, no es que la shore porque me engaaaña, yo sé que un hombre no debe shoooraaar… Una duda le atenazaba, casi una culpa: la canción no debía apelar de ninguna de las maneras al llanto (ese era el trato) y ésta lo hacía con largura, pero al mismo tiempo cómo le agradaba lo incorrecto del mensaje: hablaba de mujeres malas, de mujeres traidoras: de todas las mujeres. Sí, en efecto, pensaba en Esther, de quien había estado tan enamorado que soportó heroico sus deslealtades y sus antojos; que él hubiera perpetrado a su vez actos parejos e incluso peores no le había exonerado de un sufrimiento redentor. Más aún: todo ello le había reafirmado en el triunfo del amor. Como Platón, creía firmemente en la potencia aglutinadora de Eros, aunque…, estaba seguro ahora de que se había comportado como un auténtico imbécil. Esta certeza suponía un enfoque liberador: no se veía obligado a valorarlo todo con los ojos del enamoramiento profundo en el que había llegado a caer, ni del remordimiento filoso de quien ha sido injusto con el ser amado, y más en el trance inminente de… En fin: nada podía satisfacerle más que marcharse del mundo dando un portazo, ya que ese mismo mundo había tenido a bien deshacerse de él. Así: que el tango acudiera. Por último: contratar al artista. No fue difícil. Abundaban entonces en la ciudad argentinos trasterrados que siempre parecían esperar algo (sí, pero qué, pero qué), mezclados con la vida, y, entretanto: lo que se dispusiera. Compareció un poeta pobre de Coronel Pringles que vendía versos en el Madrid de los Austrias y cantaba tangos a las japonesas en las terrazas alrededor del Prado con un bandoneón sobado. Al instante lo sedujo el montante ofrecido por Darío. Espera mi llamada, le dijo. Y ya está, se dijo. Ahora sólo toca esperar. Y de esa manera: unos poquitos días se juntaron con otros tantos que vinieron luego y la muerte llamó al fin una mañana a su puerta, si bien cauta: lo notó en el aliento, agrio, sanguíneo. Telefoneó a sus amigos: venid. Se puso un pijama (de marca, eh), se encamó, dejó todo a la inercia de lo proyectado (el cantante: avisado por SMS) y a esperar, a esperar. Pronto le sobrevino una modorra en penumbra que… Oyó pasos en la antesala, oyó susurros, algo que se preparaba, como si fuera… Qué frío. Nunca lo supo pero el argentino no vino: sin papeles, repatriado. ¿Y ahora…?, cavilaron los amigos. Santiago, uno de ellos, sin más, empieza entonces a cantar recordando sus tiempos de monaguillo. Latinajos incomprensibles en el duermevela. Lástima que él ya no… (Parece que ahí fuera suena una música ¿no?…). Un gorigori (un unísono) ejecutado voluntarioso y solemne por sus amigos que, si bien desconcertados, están seguro de hacer lo correcto en la muerte de Darío.
Santiago Casero González



ENCUENTRO EN MADRID (mayo 2015)



A la izquierda de la foto, Santiago. A la derecha, este humilde servidor.   

miércoles, 17 de junio de 2015

TODOS (DE LA GRINGA Y OTROS CUENTOS)


"Todos" es una palabra engañosa. Su uso en ocasiones tiene la pretensión de encubrir a otra: ausencia. En realidad nunca fuimos "todos". Siempre existió alguien que no pudo llegar a aquella fiesta de cumpleaños, o a la cena de navidad, o a la reunión de egresados.
Nunca fuimos todos y tal vez nunca lo seremos ya.
Y si la la palabra "todos" denota casi lo contrario, ¿cual será el significado de ausencia? ¿Qué será la soledad?
En verdad, no lo sé. En todo caso, a quien me lo pregunte le pediría que leyera este relato de "La Gringa y Otros Cuentos":  "Todos"
Como dice el legendario escritor brasileño, Dalton Trevisan: "El cuento es siempre mejor que el cuentista".  

TODOS


De repente se largó a llover, un diluvio descomunal que apuró la noche y dejó vacía a la ciudad. Ricardo se volvió hacia la ventana, su mirada contemplaba la lluvia torrencial... el vidrio empañado.  
El café que hasta el momento permanecía semidesierto, se fue poblando de gente empapada. Reían, hablan en voz alta, era como si el agua hubiera despertado algo extraño en ellos.  
De a poco, un bullicio alegre fue ganando nuestro duro silencio. No hay caso, uno miraba a todas esas personas que habían llegado de golpe, como la tormenta, y no dejaba de sorprenderse. Algo se había roto, adentro y afuera del café. Y la lluvia parecía permitirlo todo, por lo menos la prohibición de fumar había quedado de lado: un joven de pelo largo, dos mesas más adelante, encendió un cigarrillo y la chica que estaba sentada con él lo imitó. Ricardo también se animó. El humo de su cigarrillo, muy blanco,  espeso, fue subiendo lentamente. No tardó en confundirse con el otro humo, el de los muchachos, para formarse una nube bastante generosa que se fue desplazando lentamente en dirección  de los baños.          
En ese instante tuve la sensación de que Ricardo iba a decir algo importante, una frase aguda, una revelación. Se frotó las manos y se acomodó en la silla. Sus ojos brillaban.
Falsa alarma. Todo lo que hizo fue tomar una servilleta de papel y hacer un avioncito. Me apuntó a la cara y lo lanzó con ganas. Falló. Me levanté, lo recogí del suelo y lo puse adentro del cenicero. Entonces me entraron unas ganas terribles de irme. ¿Qué diablos estaba haciendo allí? ¿Cómo se me pudo ocurrir aceptar la invitación del loco de Ricardo?
Salvo López, todos los varones de la secundaria teníamos apodos. A Ernesto le habíamos puesto Jirafa por su cuello interminable, a Rosendo, pato, por sus inmensas cagadas. ¡Qué tipo el tal Rosendo! Un aluvión de torpezas. A mí me decían pájaro, por mi nariz afilada, y a Ricardo, como ya dije, loco. Caía de maduro. Uno lo miraba un ratito nomás y la primera palabra que se venía a la cabeza era esa: loco.
No éramos muy originales que digamos en eso de poner sobrenombres, pero en todos los colegios pasaba lo mismo. Ricardo se sentaba en la fila del medio y se la pasaba en babia la mayor parte del tiempo. Sin embargo no era un mal alumno, más bien todo lo contrario. Si se llevó cuatro materias en toda la secundaria fue mucho.
Éramos un grupo muy unido. La verdad es que salvo a Ricardo, no volví a ver a nadie más. Los primeros tiempos los extrañe mucho pero con el paso de los años me fui acostumbrando. 
Con Ricardo nos frecuentábamos de vez en cuando, aunque, claro, la palabra frecuentar era una exageración. Nuestros encuentros no pasaban de ser puras casualidades. Era un tipo escurridizo, aparecía de la nada, en el andén de una estación de subterráneos, en la cola de un Banco, detrás del vidrio de un café en plena Avenida de Mayo. Entraba y salía de mi vida con una facilidad llamativa. Y cada vez que nos cruzábamos, cafecitos de por medio, él aprovechaba para hacerme esas invitaciones tan raras, tan extravagantes, como la ir a la exposición de un pintor con varios intentos de suicidio encima, o a la presentación del libro de un escritor recién salido de la cárcel, o a una marcha de Greenpeace internacional. En fin, cosas así. Le decía que sí, pero salvo esos cafés tomados a las apuradas casi nunca fuimos juntos a ninguna parte. Cuando llegaba la hora de la verdad siempre tenía una excusa al alcance la mano. Hay que reconocérselo: Ricardo jamás me reprochó esos desplantes. Al contrario, cuando nos volvíamos a cruzar en la calle, empezaba otra vez con el rollo ese de salir juntos algún día. De recordar viejos tiempos y toda esa lata.
Lo cierto es que esta invitación en particular fue tan rara como las otras, pero aquí me ven. Hacía años que venía amenazando con armar la famosa reunión de egresados, pero nunca se concretaba. Él me decía que por un motivo o el otro siempre se terminaba posponiendo.
Llegué con puntualidad y Ricardo ya iba por el segundo café. Cuando me vio entrar se le iluminó la mirada. Después de la sorpresa inicial me pegó un fuerte abrazo y sus palmadas retumbaron en todo el café.
Y ahora estábamos sentados frente a frente, esperando que se hiciera la hora para irnos hasta allá. Pero con la lluvia las cosas se habían puesto difíciles. Y encima Ricardo que no paraba de sobresaltarse, parecía no entender algo de la tormenta: un relámpago. Después, llegaba otro, y otro, y uno más; cada uno de esos resplandores encendían su cara y él sonreía ingenuamente. Para disimular el julepe se puso a hacer dibujitos en el vidrio empañado. Detrás de su perfil inmóvil, más allá del vidrio opaco, atravesado por los garabatos que dibujaron su dedo nervioso, vi figuras fantasmales moviéndose histéricamente en la tormenta.
Su voz de tanto en tanto resucitaba. Me dijo varias cosas. Primero, que el Fiat lo tenía  estacionado cerquita, a la vuelta nomás, que al salir no teníamos por qué mojarnos. Lo único que había que hacer era caminar debajo de los toldos de los negocios. Me dijo también que el auto era un modelo viejo pero que funcionaba a la perfección. Por último me recordó que había que esperar a Raimundo y a Félix, que iban a pasar a las diez en punto. Nos vamos a ir los cuatro juntos para allá.
Le pregunté a qué hora empezaba la fiesta y Ricardo se salió de las casillas. ¿Una fiesta? No, no es una fiesta, me respondió con una paciencia impostada. Abrió los ojos muy grandes y dijo que la palabra fiesta no le gustaba. Esa palabra le sonaba a otra cosa. Es un encuentro, o reunión de egresados, como más te guste, compañeros de secundaria que van a recordar viejos tiempos.
Mientras hablaba yo no paraba de cuestionarme. No alcanzaba a entender como había aceptado su invitación. Tal vez fue lástima por Ricardo. Acaso haya venido esperando algún milagro. Pero los milagros no existen, por lo menos en mi vida jamás sucedieron. Como sea, había algo que no me quedaba muy claro: “Nunca pudimos reunirnos, ni cuándo cumplimos 10 años, ni 25, y que ahora que andamos por los 36...no sé, no entiendo. ¿Qué festejaremos? ¿El aniversario de hojalata?”.
Largué una desubicada carcajada. Ricardo no se rió. Al contrario, parecía ofendido. Vamos a festejar que estamos todos vivos, respondió. ¿Te parece poco? Tarde es mejor que nunca.
Me puse a pensar en eso que dijo. ¿Estamos realmente todos vivos? ¿Quiénes? ¿Nosotros? Supongamos que llamemos estar vivo al hecho de seguir respirando, a la acción de levantarnos cada mañana,  supongamos que es como dice Ricardito, que seguimos vivos y que esta noche volveremos a estar juntos, hay alguien, uno por lo menos, Gabriel, sí, Gaby, que no va a venir, y no por qué no quiera o por causa de una esposa déspota que lo encadena a la cama cada noche para que no se vaya de juerga con sus viejos amigotes. Salvo un milagro (ya dije que no creo en los milagros), Gaby no va a estar y Ricardo lo sabe mejor que yo. Se lo llevaron de noche. Agosto de 1976. Fue un miércoles. La madre nos contó que le tiraron la puerta a patadas. Los tipos estaban de civil. Muchas veces me pregunté cómo habrá terminado sus días, si fue en una sesión de torturas, o en un paredón de fusilamiento, o en el lecho del río de la Plata. Espero que si lo tiraron al agua al menos haya sido en el mar. A Gaby le gustaba la playa, Mar del Plata, Villa Gesel. Soñaba con irse algún día a vivir allá.  
Me dieron ganas de dejar aclarado, la palabra todos no era exacta, pero no dije nada. Para qué aguar la fiesta, bastante teníamos ya con esa lluvia interminable.  
Lo que más me estremece, dijo Ricardo, es el paso del tiempo, treinta y cinco años, carajo. Treinta y seis, lo corregí, pero no me escuchó: su voz se superpuso con la mía y empezó a enumerar a los pibes, por orden alfabético, como cuando la preceptora Elsa nos tomaba el presente: Argibay, Azar, Bellusci, Bilares, Cascallares, Céliz, Fernandez...
—Para loco—grité—. No es necesario nombrar a todos.
No me escuchó. Pasó a tomar lista a las mujeres, con voz más ansiosa todavía: “Ayes, Alegría, Buscaglia, Casas, Celleri, Dilon”... Dilón, Dios mío, qué hembra, acotó con cara de depravado. Continuó: Farrugia, Leonora Farrugia, Gil, Giménez, Kelly, Mazzola...y hubiera seguido hasta el final de no haber sido por ese trueno impresionante que nos dejó sin aliento. El café tembló. Los cristales vibraron. Ricardo se puso  pálido. 
Le llevó unos instantes reaccionar. Se tomó el vaso de agua de un saque y los colores le regresaron a la cara. Llamó al mozo pero el tipo lo ignoró.  
Le pregunté quién organizó todo y entonces Ricardo puso cara de importante. Me contestó que fueron él y Javier. El burro adelante para que nos espante, me dijo riendo. En realidad la idea fue mía, aclaró, Javier estuvo de acuerdo y le dio para adelante sin preguntar nada. Javier siempre fue un tipo ejecutivo, de pocas palabras. Citó una frase del General Perón: “Mejor que decir es hacer, mejor que prometer es realizar”. ¿O la dijo Eva Perón? Se le escapó una risa tonta. Al cabo de unos pocos segundos me preguntó: “¿Te acordás de Javier?”  “¿Cómo no te vas a acordar?”  Era el compañerito de Marisol. Se sentaba en la fila de la ventana, el tercero del lado de pasillo. Le faltaba un diente, se lo había bajado el flaco Pintos en 2° año. Un cross de derecha. Bah, un piñazo infernal. Se fue de culo contra las baldosas del patio. Se pelearon por Gloria, una atorrantita la Gloria esa. Bueno, lo que es el destino, me dijo que de no haber sido por el flaco Pintos, por la putita de Gloria y por el bendito diente que salió volando detrás del certero trompazo, nunca hubiera estudiado odontología. Ahora su dentadura es perfecta. Qué me importa si tiene un diente postizo. No se nota, de eso doy fe. Lo tendrías que ver. Una sonrisa impresionante. Me dijo que tiene una secretaria rubia. Se especializó en implantes y en técnicas de blanqueamiento. Tiene pacientes que vienen del extranjero, por la diferencia de cambio, ¿Viste? No sé, quizás esta noche me anime y le pida un presupuesto; por ahí me hace un descuentito, quién te dice. 
Ricardo me miró la boca y me pidió que la abriera bien grande.
—Dejáte de joder, le respondí.
Me mostró cómo:
—A ver, dale—saca la lengua—, decí  ahhhhh ...
Y se me le quedé observándolo estúpidamente. Lo mandé al carajo pero pareció no importarle mucho: me recomendó el tratamiento de blanqueamiento, dijo que no me vendría mal, que la dentadura se me puso muy amarilla. Es por el café y por el tabaco, aclaró. La pigmentación de los dientes se va perdiendo. Los factores son múltiples: un poco por el paso de los años, ya estamos un poco viejitos,  y otro poco por el abuso de café y de tabaco. Vos no fumas pero chupas mucho café. Pareces una esponja.
Para no seguir escuchándolo le dije que iba a pedirle un turno. Ricardo se entusiasmó, dijo que Javier nos iba a hacer un buen descuento. Por un instante me pareció que se había puesto contento, pero enseguida un gesto de preocupación le desfiguró la cara. Había algo afuera que lo volvió desconfiado. No sé sí fueron las enormes gotas que pegaban en la ventana o qué. Se levantó, caminó hacia la puerta y se asomó. Tímidamente sacó un brazo afuera. Regresó muy rápido, como apurado por contarme algo. Se sentó y en voz muy baja me dijo que no pasaba nada con la tormenta, que los invitados no iban a acobardarse por una tormentita de dos por cuatro.
—Mirá, aunque se desate el diluvio universal, igual vienen todos—dijo con una voz convincente.
No pude evitar que la imagen de Gabriel se me apareciera otra vez, en estos larguísimos años había pensado mucho en él, a veces había creído verlo a la salida de un cine, o arriba de un colectivo, o caminado por la peatonal, perdido en medio de la muchedumbre. Una noche sonó el teléfono y yo pensé que era él; otro día me lo confundí con un vendedor ambulante.
—¿Cuándo decís todos, son todos realmente?—le pregunté con desconfianza.
 Ahora me doy cuenta que la palabra “ todos” me salió mordida, húmeda, tímida.
—Bueno, es una forma de decir. Casi todos.
Lo dijo con la cabeza gacha, como si le hablara a una servilleta de papel que había caído al suelo. 
—¿Y quiénes no vienen? 
Ricardo se quedó en silencio, fue como si no estuviera preparado para responder la pregunta. Revolvió nerviosamente la cucharita en la café frío y finalmente contestó:
— Hasta donde sé no viene Pato, está viviendo en Suecia. Tampoco viene Alejandro y Matías. Los dos andan por el interior, no sé bien exactamente en qué provincias. Raquel tiene cáncer y si bien la está peleando no quiere saber nada con festejos. Rolando es un caso. Tampoco viene. ¿Sabés qué dijo?
—No.
—Que le va a hacer mal ver caras arrugadas que seguramente no va a poder reconocer. Es un pelotudo. Mejor que no venga.   
—¿Y quien más no viene?
—Marcia, Irene, Fernando y Antonio.
Ricardo contestaba rápido, daba la sensación que todos esos nombres, los que iban a estar ausentes, le lastimaban por dentro.     
—¿Por qué no vienen?
—Marcia dijo que no tenía ganas. Otra boluda. Siempre fue media boluda. A los otros tres fue imposible ubicarlos. Se los tragó la vida, o la muerte, quién sabe.
—Bueno, Gabriel tampoco viene—me animé a decir con voz muy baja.
Se hizo un largo silencio, como si ese nombre se hubiera escuchado en todo el bar:  Gabriel. Me di cuenta de la estupidez que había largado, pero ya era demasiado tarde. Ricardo, perturbado, sin mirarme dijo:
—Bueno, salvo estos casos, después vienen todos.
Cambió rápido de tema:
—Vas a ver, va a parar... Ves allá como se mueven las nubes—señaló vagamente un punto en el ventanal—, es el viento del sur que está limpiando.
A nuestras espaldas llegó un tumulto de voces familiares. Nos dimos vuelta al mismo tiempo pero no reconocimos a nadie. Cerca nuestro había tres hombres maduros. Uno de ellos, el más flaco, me hizo acordar a otro compañero de la escuela, pero no recordé  su apellido.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Porque me asomé a la calle y saqué el brazo afuera. No hay dudas: es viento del sur.
—No, Ricardo, te pregunto cómo estás tan seguro que los demás vienen todos.
—Porque hablé con ellos por teléfono, porque me lo prometieron.
—¿Vos hablaste con todos?
Me puse a mirar a través del ventanal. La noche se había vuelto un poco más clara. Tal vez era como había dicho Ricardo y muy pronto iba a parar. Por lo menos en ese momento era una simple llovizna. Vi gente que cruzaba la avenida, grupos que conversaban, caras que reían, ojos que espiaban  al cielo. Y mientras observaba todo eso me acordé de una vez que salimos del colegio, en el medio de un temporal parecido a este: si la memoria no me fallaba estábamos  Melisa, Alejandra, Lucas, y yo. Ninguno tenía paraguas, ni pilotos, ni nada. Caminábamos debajo de la lluvia con una sensación de felicidad que jamás volví a sentir. La misma felicidad que incomprensiblemente inundó este café y que a nosotros nos dejó de lado.   
—Bueno, en realidad nos repartimos—dice Ricardo—. Digamos que yo hablé con algunos y Javier con el resto.
—¿Y vos a quién contactaste?
—Más o menos a la mitad. No vas a pretender que te diga de memoria uno por uno.
Ricardo encendió otro cigarrillo pero casi no lo fuma, se va consumiendo solo, humeando entre los dedos.
—Me lo imagino a Esteban—dijo Ricardo mientras abría los ojos bien grandes—, pintón como siempre, quizás pelado, es una posibilidad, pero pintón al fin. Y a Paola con esa vocecita chillona, imposible de soportar, y a Juan Carlos contando chistes malos, y a Florencia con ese aire de ricachona insoportable. ¿Sabés una cosa? Me los imagino a todos.
 —¿Y el lugar cómo es?
—Mira, es un club de Barrio, en Banfield, en la calle Larroque al mil. Nada de otro mundo. La verdad, es medio deprimente el boliche, pero es lo único que había disponible más o menos cerca de la escuela.
—¿Vos lo viste?
—No, yo no vi nada. Javier se encargó de todo. Incluso adelantó la plata del alquiler del local. Después vamos a tener que repartir los gastos.
—¿Hay que poner mucha plata?
—No, salió bastante barato. Mira, creo que vamos a ser 35, eso debe dar algo así como 120 pesos por cabeza, una ganga.
Dentro de todo no estaba mal, de 46 que éramos iban a venir 35. Teniendo en cuenta que habían pasado 36 años no dejaba de ser un buen número. 
—¿Y la comida?
—Bueno, de la comida y del chupi también se encargó Javier. Hasta contrató a un dominicano.
—¿Un dominicano? ¿Y para qué?
—¿Cómo para qué? Para animar la reunión. Me aseguró que el negrito es muy divertido, que los hizo divertir  mucho en el cumpleaños de quince de la hija. Dejó a todo el mundo con la boca abierta. Hizo bailar hasta a los muertos.
— No me digas que hay que bailar...
—No te hagas problemas por eso. Si querés bailas y si no querés no bailas. Va ser todo muy libre en ese sentido.
—No sé si te acordás...pero yo era muy tronco bailando.
—Sí, cómo no me voy a acordar. Una madera total. El peor eras vos y el mejor Luciano.
—¿Luciano? ¿Luciano también viene?  
Luciano era rubio desgarbado, de mirada triste y ojos azules. Se sentaba enfrente mío. Lo recuerdo perfectamente. En cuarto año me había robado la novia, Andrea, una chica dos años más grande que vivía enfrente de la escuela.
Siempre que llovió paró, dijo Ricardo mirando la lluvia afuera. 
—¿Después de treinta y cinco años vos pensás que una lluviecita va arruinar todo?—me preguntó.
—Ricardo, mira que esto se está poniendo cada vez peor. Escuchá los truenos.
—No se suspende por lluvia, viejo, metételo en la cabezota.
—Oíme, Ricardo, ya son nueve y media —le reproché mientras miraba el reloj de pared—. Félix y Raimundo no aparecen, ¿qué hacemos?
—¿Cómo qué hacemos? Los vamos a esperar, yo arreglé con ellos de encontrarnos acá.
—¿Pero a qué hora hay que estar allá?
—Hay tiempo. Con estar a las once está bien. En una hora llegamos. Agarramos por la autopista hasta el puente Pueyrredón; después bajamos en la avenida Pavón y le damos derecho hasta Banfield. 
—¿Y si vamos mejor por el puente de Vélez Sarfield?
—¿Por Vélez Sarfield?
—Sí. El puente Pueyrredón se inundaba de nada.
—No, viejo, qué ganas tenés de complicarla. Vamos por el puente Pueyrredón y no se habla más del asunto.       
Para matar el tiempo Ricardo pidió una cerveza de tres cuartos. Me quiso convidar pero le dije que no tenía ganas. Encendió otro cigarrillo y dijo que se moría de ganas de ver a Ernesto. ¡Ernesto, carajo!, grito. Su vozarrón hizo acallar las otras voces en el café. Todos los ojos ahora se depositaron en la figura de Ricardo que sin embargo siguió en su mundo. Me preguntó si me acordaba y le respondí que sí, que en casa conservaba una fotografía de él pescando (a no engañarse, hacía que pescaba, en la laguna esa había de todo menos peces). Habíamos ido a pasar un fin de semana a San Miguel del Monte y de no haber sido por frío que chupamos de noche se podría afirmar que fue un campamento inolvidable.
Ricardo aprovechó para contarme que Ernesto era un prestigioso veterinario de Córdoba, que hizo mucho dinero y que parte de lo que ganó lo había invertido en Miami. Por otra parte resultaba lógico, le decíamos jirafa, era una fija que se iba inclinar para el lado de los animalitos. Se río estúpidamente. No me gustó el chiste y se lo hice saber. Además le pregunté:
—¿Y vos cómo sabés todo eso?
—Por Javier, sabe vida y milagros de todos.
—¿De todos?
—Sí, de vos también.
—¿Qué carajo sabe de mí?
—Que te divorciaste, que cambiaste de laburo mil veces, que sos un tipo raro, sabe todo.
Me quedé  pensando que Javier no era el más indicado para decir que yo era un tipo raro, pero Ricardo ahora no paraba de hablar. Empezó a decir que le iba a plantear a Ernesto el caso de su perra, Loli, una ovejera alemán auténtica, con papeles y todo. Andaba inapetente desde hacía dos meses. Entre una cosa y la otra había perdido más de 2 kilos. A veces no tenía fuerzas ni para ladrar. Con un gesto sombrío dijo que el animal se iba a terminar muriendo. 
 —¿Sabés qué voy a hacer?
—No tengo la menor idea, Ricardo.
—En algún momentito que paremos de bailar...
—Ya te dije que no sé bailar—lo interrumpí—no cuenten conmigo para eso.
— Bueno, era una manera de decir, nadie te va a poner un revólver en el pecho —respondío con fastidio—. Como te decía...cuando paremos de bailar lo voy a agarrar solo a Ernesto y le voy a preguntar qué hago con Loli, porque si es un buen veterinario como dicen todos, algo se la va a tener que ocurrir.
Nos miramos a los ojos y no sé por qué presentí que me iba a preguntar una estupidez:
—Y ya que estamos, ¿por qué no aprovechas vos también?
—¿Aprovechar para qué?
—Para hacerle alguna consultita.
—No tengo mascotas, Ricardo.
—¿Ni siquiera un gatito?
—Ni siquiera un gatito.
—Che, qué solo que andás por la vida—remató con los ojos tristes.
Me dieron ganas de mandarlo al carajo por segunda vez en la noche, pero me contuve.   Es que Ricardo no era malo, siempre fue así, extravagante. Tal vez los años lo hayan vuelto un poco más loco todavía.   
Miré a través del ventanal y me puse nervioso. Le dije de irnos. Me respondió que primero se iba a tomar otra cervecita, que la necesitaba.
—¿Otra cerveza?
—¿Qué pasa? ¿Te tengo que pedirte permiso?
—Claro que no tenés que pedirme permiso a mí, pero si vas a manejar es mejor que no tomés demasiado.
—No pasa nada. De última, manejas vos. ¿Qué problemas hay?
Por supuesto que había problemas. No sé manejar, nunca me interesó aprender. Me gusta que me lleven, ando por la vida en taxi, y si no tengo dinero, me subo a un colectivo sin ningún drama. Y también soy de caminar. Es la mejor manera de mantenerse en estado físico. Digamos que la mía es casi una posición filosófica. Por supuesto que me guardé la respuesta, imaginé que semejante declaración de principios podía despertar en Ricardo una catarata de comentarios incoherentes.    
Ahora se sirvió un vaso con espuma. Era raro, con la anterior cerveza había hecho exactamente lo contrario.  
—¿Te acordás del profesor de literatura?
—¿Antunez?
—Sí, el profe Antunez.
—Claro, que me acuerdo. ¿Qué pasa con él? 
—También viene.
—No me embromes, Ricardo—respondí indignado—, el viejo sino está muerto pega en el palo. Debe andar por los cien años...
—No te vayas a creer, el mes pasado cumplió recién ochenta, está entero. 
—¿Y vos cómo sabés todo eso?
—Por Javier.
Evidentemente Javier era un sabelotodo y yo un perfecto idiota que le seguía el tren a Ricardo. Me vinieron otra vez ganas de irme. Si no lo hice fue porque comprendí que no  era muy descabellado lo que había planteado. Era muy probable que el profesor Antunez no fuera todo lo decrépito que yo suponía. En aquellos tiempos todos me parecían unos verdaderos vejestorios: los profesores, la preceptora, mis padres y los de mis compañeros, mis tíos, todo el mundo. Ni hablar de mis abuelos, unas completas momias. De pendejos las cosas se veían diferentes. En la adolescencia cualquier sujeto un poco mayor ya me parecía viejo. Si hasta a mi hermano que apenas me llevaba 3 años lo consideraba un veterano. Y yo miraba a toda esa gente con lástima, me decía con mucha pena que esos tíos ya estaban fritos, listos para morirse de un momento a otro, y me preguntaba inútilmente cómo era posible vivir de esa manera, con la muerte tan pegadita, tan encima de uno. Verdaderos condenados a muerte. A veces me pasaba horas mirándolos con desparpajo, igual que esa pareja de jovencitos bulliciosos que estaban sentados cerca de los baños. Desde que aplastaron sus trastes en las sillas no han hecho otra cosa que clavarnos los ojos con curiosidad.   
Sí, el cálculo más o menos daba, el profesor tendría en esa época cerca de 45 años, es decir que hoy debería rondar los ochenta. ¡Qué ganas de verlo! Ese sí era un profesor de verdad. Se las traía. Un hombre que sabía de escritores más que cualquiera, que había leído millones de libros. Me apreciaba y siempre me alentó a escribir. Me decía que era el mejor de la clase en redacción y que si le ponía un poco de disciplina al asunto iba a llegar a ser un escritor algún día. Pero no le hice caso, quiero decir, no le puse disciplina, ni tampoco estudie filosofía y letras como me sugirió un par de veces. De todos modos, algunas cosas logré escribir en todos estos años. Nada de otro mundo. Algunos cuentos, algún que otro poema también ¡Cómo me gustaría mostrárselos! ¿Y si le digo a Ricardo de pasar por casa a buscarlos y llevarlos a la reunión? Total, es un momentito nomás, y mi departamento queda de paso.
Enseguida advertí que la idea era una completa idiotez. ¡Qué desubicación la mía! En plena fiesta pedirle al “profe” que leyera mis textos. Cómo se me había podido ocurrir una cosa así. Quizá, el “profe”, ni siquiera se acordaría de mi cara, tal vez sería como esos viejos que ya no reconocen a nadie y que se babean cuando hablan.
Ricardo terminó la cerveza y nos fuimos. Pagamos la cuenta entre los dos sin que sobrara una mísera moneda para dejar propina.
Nos movimos bastante rápido. A medida que avanzábamos nuestros pies se iban hundiendo en los charcos. En realidad, Ricardo trotaba en aquel túnel negro de agua y viento y yo lo seguía muy pegado. Al llegar a la esquina se quedó duro: levantó la cabeza, como si alguien le hubiera clavado una aguja en la espalda. Tambaleó, lo tuve que agarrar para que no se cayera. Cruzamos la avenida inundada como dos borrachos. 
Entramos al auto completamente empapados. Me acomodé y miré a mí alrededor con asombro. Vaya, qué espanto de coche, me dije. Uno no dejaba de preguntarse cómo semejante cascajo podía circular por la calle. En el tablero (si tablero se podía llamar a esos dos tristes agujeros) no se encendía ninguna lucecita, al volante le faltaba un pedazo, como si alguien le hubiera pegado un mordiscón, y los asientos eran más duros que una tabla. Pero había más: la calefacción, la radio y el desempañador estaban muertos. Eso sí, la bocina funcionaba a la perfección. Ricardo se puso a tocarla sin ningún motivo cuando arrancó. Me dijo que estaba contento. 
Bajamos la autopista y apenas pudimos avanzar dos cuadras. La avenida Pavón se había convertido en un gran río. La única manera de seguir viaje hubiera sido con una buena  lancha. Muy rápido de reflejos, Ricardo pegó un volantazo y subió el auto a la vereda. Detuvo el motor y se quedó mirándome. Enseguida dijo lacónicamente:
—En algún momento va a parar, yo sé que en algún  momento va a parar. 
Después, volvimos a conversar de la secundaria y de los muchachos. Estuvimos así más de una hora. De a poco nuestras voces fueron construyendo un escenario minúsculo pero luminoso, repleto de recuerdos y anécdotas inagotables, porque cuando uno terminaba de contar algo, el otro inmediatamente respondía con otra historia, igual de entretenida y misteriosa. Sin quererlo habíamos convertido a ese viejo auto en una impenetrable burbuja. 
Luego de aquello ya no hablamos mucho. Las palabras empezaron a salir lentas, entumecidas, parapetadas detrás de las pitadas nerviosas de Ricardo, de mi tos seca, de los interminables bostezos de los dos. De tanto insistir el silencio fue ganando la pulseada. La noche empezó a avanzar decidida y ya no se detuvo más. Nos fuimos apagando con el paso de los minutos. Ricardo comentó que tenía sueño. Lo dijo con una voz débil, como si hubiera pensado en voz alta. Fue lo último que dijo. Se quedó dormido con la cabeza encima de volante.  
Yo me di vuelta y apoyé la frente contra el frío de la ventanilla. Afuera, la furiosa correntada se abría paso en la oscuridad. Una infinidad de bolsas de basura navegaban con un destino incierto. Mi cabeza siguió revolviendo un rato más aquel lejano pasado, entre el ruido del agua y los ronquidos exagerados de Ricardo. Pero esta vez lo único que pude rescatar fue un puñado de recuerdos descoloridos por el paso del tiempo. Nada más que eso. 
Van a ir todos, fue lo último que pensé antes de quedarme dormido.
CLAUDIO MIRANDA
JULIO 2010