Mis Cuentos Breves(¡¡Nuevo!!)

CESARE
(1° Mención de Honor Concurso de Relatos de Inmigrantes en el Bicentenario – Metrovías  - Centro Cultural Borges - 2010)  


No había pegado un ojo durante toda la noche. A las tres de la mañana ya estaba levantado. Se había bañado, vestido con la mejor ropa y hasta le sobró tiempo para lustrarse los mocasines. Después, había  caminado por la casa como un alma en pena.
Esa noche había sido una desgracia, pero por fin había amanecido. El taxi estaba al caer de un momento a otro. Y ahí estaba ahora, sentado en la cama mirando las paredes blancas, los muebles que todavía se conservaban brillosos y el espejo en donde se reflejaba su cara arrugada y ojerosa. 
Los iba a llamar desde el aeropuerto para contarles la novedad. Lo que se dice un hecho consumado. En realidad, se lo iba a comunicar al hijo mayor. Sabía de memoria lo que iba a responder: “Al final te saliste con la tuya”, “qué vas a ir a hacer allá”, “te vas a morir solo como un perro” y otras frases por el estilo. Todo eso iba a decir el hijo mayor pero a él ya no le importaba nada.
Al hijo menor le iba a escribir una carta ni bien llegara a Italia. Eso sí, no se iba a olvidar de dejar saludos para los nietos. Eran tantos esos pibes que ya ni recordaba sus nombres.
Abrió la valija negra y extrajo el pasaje. Era un boleto de ida solamente. Recordó la pregunta molesta del empleado antes de vendérselo:
—¿Ida únicamente?
—Sí, ida. ¿Algún problema?
—No, señor, claro que no.
 Y entonces se preguntó que tenía de malo sacar sólo un boleto de ida, como si fuera un pecado volver a la patria y después no mover más un pie de allí. Acaso no regresaba justamente para eso, para cerrar el círculo de una buena vez, para morirse en la tierra que lo había parido, como lo había hecho su hermano Santos, diez años atrás. 
Mientras le llegaban los primeros sonidos de la fría mañana, se calzó los anteojos y leyó en voz alta su nombre escrito en el pasaporte: Cesare Antonio Pelletieri. Así decía. Qué raro que sonaba, si hasta no parecía ser él. Pero se llamaba así. Por lo menos cuando llegó al país ese era su nombre. Con el tiempo lo empezaron a llamar Cesar. Sí, Cesar, nada de Cesare. En muchas ocasiones ni siquiera eso, apenas “tano” o “tanito”. Le habían cambiado el nombre y más tarde los años le terminaron robando el idioma.    
Llevaba poca ropa y en la valija sobraba lugar. Lo último que había guardado era el retrato de su padre. El mismo retrato que había descansado en su mesita de luz durante los últimos 60 años. En la foto, el viejo tenía puesto el uniforme de capitán del ejército italiano. Su cabello era muy negro, tirado para atrás y sacaba pecho, con orgullo y bronca al mismo tiempo.
Allá lo iba a estar esperando el primo Juan. Se iba a vivir a la vieja casa familiar que todavía se mantenía en pie, a unos pocos kilómetros del aquel maravilloso lago.
El taxi llegó puntualmente a las 7, como lo había solicitado. Dos bocinazos —el último un poco más insistente que el primero—bastaron para que el viejo se diera cuenta de que había llegado la
hora. Se puso de pie y miró a su alrededor. El caserón era como una
enorme tumba de mármol donde se amontonaban los latidos de varias generaciones. Se acordó de Matilde, su esposa, fallecida dos inviernos atrás, y de la ferretería que había fundado en el 55 y que ahora administraban sus hijos. Se acordó también de sus padres
que estuvieron a punto de venirse en el 57, pero una enfermedad los dejó con las ganas. Miró otra vez el cuarto y se preguntó: ¿Por qué tan lejos? Después de todo a él no le habían preguntado si quería venirse para acá. A un mocoso no se le pregunta nada. Todo fue arreglado entre grandes, a las apuradas. Se lo  entregaron al tío Humberto, y después, casi sin respiro, se subieron a ese barco destartalado que los trajo hasta el Río de la Plata.  
Arrastró la valija negra como pudo. Al abrir la puerta de la calle  sintió una especie de electricidad, un estremecimiento. El picaporte le había trasmitido el temblor de las miles de manos que se habían posado en él, el fulgor de un pasado que ya nunca iba poder olvidar.      
El chofer lo ayudó con el equipaje y él enseguida se acomodó en el asiento trasero.
El cielo se había puesto gris y había comenzado a lloviznar. El auto arrancó con determinación y entonces el viejo volteó la cabeza para mirar la casa por última vez.
Antes de llegar a la esquina el chofer lo observó por el espejito retrovisor y con una voz simpática le dijo:
—Mire, señor, tenemos una hora hasta llegar a Ezeiza. Como presiento que nos vamos a terminar haciendo amigos, voy a presentarme: me llamó Ricardo Julio Retamozo, un servidor, ¿Y usted?
El viejo no dudó. Con el pecho inflado y los ojos húmedos respondió:
—Yo soy Cesare Antonio Pelletieri, oriundo di Ono San Pietro, provincia di Brescia, Italia, otro servidor.


EL ATARDECER
Un día cualquiera, Gustavo Bonano volvió a la que había sido su casa. Regresó veinticinco años después de que otro día cualquiera, se había mandado a mudar, dejando detrás de su huella a la que había sido su esposa por más de dos décadas y a sus dos hijos adolescentes.  
Se iría lejos, para empezar otra vida, para juntarse con otra mujer, que luego, con el paso de los años, serían otras vidas, otras mujeres. 
Se hizo presente en el viejo barrio a la hora en que el sol empezaba a esconderse en el horizonte.
Las primeras sombras asignaban a esa figura encorvada, de caminar vacilante, las características de un fantasma.
Traía consigo una descolorida valija con muy pocas cosas adentro, vestía ropas raídas, una barba desprolija y la certeza de no tener un lugar a donde ir a parar.
¡Que venida abajo estaba la casa! Tanto o más que él. Se detuvo justo enfrente de la ventana que daba a la cocina. Creyó ver detrás del mosquitero la imagen borrosa de una mujer mayor. ¿Sería ella? ¿Y por qué no tocaba el timbre y se sacaba las dudas de una santa vez? En una de esas....quien te dice...es tan feo morirse de viejo...y solo. Apagadas las pasiones para siempre, cuando lo único para hacer es dejar pasar el tiempo, tal vez no habría nada que perdonar, porque todo había entrado en el olvido más profundo, porque el tiempo pasado era tanto y el tiempo por venir tan poco...
Muy rápido tomó nota de su absurda esperanza y siguió de largo, dejando atrás de nuevo la que había sido su vieja casa, el único lugar en el mundo- ahora se daba cuenta- donde había sido feliz, caminando en dirección de las luces agónicas del atardecer, hacia ningún sitio.


28 DE DICIEMBRE
No recuerdo de quien fue la idea. De lo que estoy seguro que todos la aprobamos, o por lo menos, si alguien no estuvo de acuerdo, se calló la boca. Después de todo, era 28 de diciembre, día de los santos inocentes y a alguien había que joder. 
Mirta era por lejos la piba del curso más...no, la más linda no era, sí la más "fuerte", una anatomía demoledora, por donde se la mirara. 
Él se "llamaba" Rafael Mora, el compañero al que todos teníamos de hijo, un pibe alto y desgarbado dueño de una alegría e ingenuidad rayana con la imbecilidad, sobre todo teniendo en cuenta que ya todos andábamos por los 16, algunos incluso ya habían cumplido los 17.
Ese año, por las huelgas del gremio docente, las clases terminaron el 30 de diciembre.
En el recreo le dijimos que a Mirta la tenía muerta, que ella daría cualquier cosa por tener una experiencia con él. ¿Cómo una experiencia conmigo? nos preguntó tontamente. Coger, flaco, quiere coger con vos, a ver si me entendés. Acaso no te diste cuenta cómo te mira, desde segundo año que te come con la vista. Te espera hoy a la salida para hablar del asunto.
Por supuesto que se lo creyó, si le hubiéramos contado que una flotilla de ovnis acababa de aterrizar en la otra cuadra, también se lo hubiera creído.
Me acuerdo que en el último recreo me lo encontré en el baño. Se mojó el cabello y se lo peinó con la mano. Luego se miró en el espejo. De un costado y del otro. Los ojos le brillaban. Aquel rostro luminoso era lo más parecido a la felicidad.
Ya afuera, lo vimos como corría detrás de ella. La alcanzó al llegar a la esquina. Se le puso a la par y luego no vimos más nada, cruzaron la calle y se perdieron con el resto de los alumnos.
Ahora entenderán porque dije al principio que se "llamaba" Rafael Mora, porque el tipo que regresó a la escuela al día siguiente, era otro. Nunca pudimos descubrir su nuevo nombre, mucho menos medir el daño que le propinamos. 


NECROLÓGICAS
Cuando empezó a mirar los avisos fúnebres del diario, supo que ya había hecho el recorrido completo. La vida era como una montaña a la que no importaba mucho la altura. Eso sí, una vez alcanzada la cima, la cima biológica, no quedaba otro camino que descender. Y descender era envejecer, enfermarse, empezar a irse, y sobre todo esperar, esperar a que la muerte viniera a buscar de a uno a los amigos de toda la vida, a quienes había dejado de frecuentar, pero a los que nunca había olvidado.
El ejercicio de comenzar a leer el diario siempre por la parte de atrás, lo cumplió con constancia durante años. Así fue viendo desfilar a todos ellos en las necrológicas. Hasta que un día sacó la cuenta y advirtió que era el último. Le dolió en el alma. Pensó que cuando le tocara a él, ocuparía un espacio en el diario que nadie leería, y que por lo tanto nadie lloraría, como él había llorado por todos ellos. Fue así que un día dejó de lado la costumbre. Le pidió al diarero que no le trajera más el periódico. A partir de ahora, sólo dedicaría el tiempo a esperar la silenciosa y anónima muerte.

NOCHE BUENA
Aturdido, Silvio Puentes levantó el vaso de sidra lo más alto que pudo. El pulso le temblaba más de la emoción que del parkinson, aunque de milagro no derramó ni una sola gota.
De a poco fueron llegando los invitados, los padres, los hermanos, el tío Edgardo, la tía Evangelina...todos. ¿Quién dijo que los milagros no existían? Por lo menos aquella noche buena, sí.
Y de poco se fueron agregando las otras generaciones, su esposa, Mary, sus hijos, sus nietos, algún que otro sobrino. El tiempo que siempre había sido una barrera, un obstáculo infranqueable, ahora se había convertido en un puente que lo conducía a la felicidad añorada y perdida. Los vio. ¡Estaban todos reunidos! Sería la primera noche buena en la que brindis no se empañaría por el triste recuerdo de algún muerto de la familia.
Después de todo, no había sido tan difícil, había bastado con cerrar los ojos y desear, desear brutalmente que vinieran. Y ahí estaban, apiñados en torno a la vieja mesa, el mantel blanco, los platos relucientes, las botellas recién descorchadas.
Fue chocando las copas con cada uno de ellos, al tiempo que el enorme caserón se llenó de voces familiares, gritos, risas, aplausos, canciones navideñas.
Antes de que abriera los ojos  y la mesa se despoblara de nuevo, de que apagara las luces del humilde arbolito de navidad, que dejaran de sonar en la calle los cohetes y los fuegos artificiales, mucho antes de que su achacado cuerpo se hundiera otra vez en el frío y duro colchón de la cama, los perdonó a todos. A los muertos, por haber partido, incluso algunos antes de tiempo, y a los vivos, por haberlo dejado solo aquella noche buena.  

LA TARIMA


Soñaba a lo grande. ¿Quién no hace eso a los 10 años?
No importaba qué, cualquier cosa era preferible al anonimato. ¿Un famoso cantante? Sí, también soñaba con eso. 
La maestra de música tomó la prueba para entrar al coro de la escuela un día martes. No sé por qué, pero me tenía fe. Recuerdo que fueron pasando de a uno, por orden alfabético. Mi apellido figuraba casi al final de la lista de asistencia, así que tuve que esperar bastante. Traspiraba de los nervios.
El examen era a capela, la señorita empezaba con la primera estrofa de la canción y nosotros debíamos seguir con la siguiente y así continuar cantando cerca de sus oídos, hasta que tomara una decisión.
La profesora no parecía estar en un mal día, por los menos eran la cantidad de aprobados era generosa. Estos se iban ubicando en la tarima, una especie de tribuna con escalones de madera recién encerados, futuro lugar donde brillaría el coro del colegio a punto de formarse. Los otros, regresan vencidos a sus bancos.  
Cuando llegó mi turno, la señorita moduló con una gran afinación (su voz se parecía a la de un ángel): “Juana Azurduyyy...” y me dejó la pelota picando, servidita en bandeja. Yo arremetí sin complejos, quizá, lo admito, un poco alto: "Flor del alto Perú, no hay otro capitán más valiente que tu…", y ahí nomás me cortó, hizo una especie de stop con la mano. Se cara amable mutó a un gesto adusto. De haberme dado la opción, yo hubiera seguido mi canto más allá del Alto Perú, hubiera llegado a Colombia, cruzado el Caribe y anclado en la mismísima Cuba. Pero no, me cortó rápido. Me sentí derrotado. Ya dije que extrañamente me tenía fe. O no tan extrañamente, la señorita era amiga de mi madre, también docente en la misma escuela, pero en el turno tarde.
Luego de ese silencio interminable, acarició suavemente mi pelo, respiro profundo y dijo: 
-¿Cómo anda tu mami? ¿Bien? Que suerte, hace mucho que no la veo. Mandale saludos de mi parte y decile que la felicito por tener un hijo tan buenito como vos. Bueno, ahora podes ir a sentarte.  
Sí, seño, respondí tan bajo que creo que no me escuchó. Más que el rechazo en sí, me dolió su repugnante falsedad. Así que eran buenito...seguro que para cantar no. ¿Por qué no me lo dijo? ¿Por qué no me dijo que a su entender eran tan malo cantando que ni siquiera siendo la mejor amiga de mi madre, podía admitirme en el coro.     
Aquel día descubrí que la verdad a veces duele demasiado y es mejor callarla, o disfrazarla. Por lo visto, era una ley entre la gente grande y yo acaba de sufrirla en carne propia.  
Me acuerdo que la prueba siguió, que los afortunados elegidos no paraban de subir a la gloriosa tarima, mientras que yo, cabizbajo, regresaba a mi banco de la última fila, a descender lentamente en el oscuro mundo de los adultos.


AQUEL SECRETO CON MI PADRE (publicado en el diario Clarín, en junio de 2015)

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Comentar