domingo, 25 de junio de 2017

HAY PRÓLOGOS...DALMIRO SAENZ (1926-2016)

Hay prólogos que se escriben por algún compromiso editorial, o para hacerle un favor a un amigo, o por escribir nomás. 
Existen los prólogos buenos, los intrascendentes  y los que mejor olvidar. 
Y también están los otros, esos que tienen el brillo propio de la obra misma, o más aún.
Es el caso que transcribo a continuación, radiante de luz, el mismo resplandor que tiñe los maravillosos cuentos que lo suceden, reunidos bajo el título de SETENTA VECES SIETE. Un libro que dejó marcas en la literatura argentina.

Claudio Miranda.



"No debería ser necesario pero es posible que lo sea y si lo es se debe a la pluma del autor –demasiado nueva o demasiado inhábil- no fue capaz de hacer innecesarias las explicaciones y ahora recurre al pesado recurso de deponer al principio aquello que se escribe al final y no se lee nunca y se denomina prólogo.
Empezó todo en un cabaret o tal vez en las clases de catecismo. El cabaret se llamaba El cielo de California y tenía entrada por Leandro Alem y por 25 de mayo.
Había en la puerta un portero alto vestido de cowboy y en un costado unas peceras grandes iluminadas.
Las clases de catecismo fueron en varios lados, siempre delante de un librito manoseado de tapas grises cuya primera pregunta era: “¿Sois cristiano?” y cuya inmediata respuesta era: “Sí, señor, soy cristiano por la gracia de Dios.”
Muchos de ustedes probablemente habrán pasado por el librito de tapas grises y supongo que tal vez algunos por El cielo de California: no los quiero comparar, sino simplemente explicar la influencia que ambos han tenido en este libro.
El libro de catecismo me habló mil veces de la existencia de Dios, pero nunca me hizo sentir su presencia. El cielo de California me mostró en cambio la ausencia de Dios y precisamente en eso me confirmó su existencia.
Fue una noche, yo tendría unos dieciséis años y el cabaret se acababa de abrir. En esa hora clásica que empieza la actividad nocturna, en que los mozos están distribuyendo sillas y las mujeres bailan entre ellas o charlan diseminadas por el local; tal vez estuviera Davidson, el judío ciego, o el viejito aquel que tantos recordamos, que vendía sus libros envueltos en misterio y oculta su tapa con una franja ancha y pornográfica, que algunos compraban con disimulada expectativa para encontrarse después conStella  o Platero y yo.
No  recuerdo quienes estaban, tengo una vaga idea de un hombre con saco azul hablando con un mozo y en una mesa cercana la cabeza apoyada de un antebrazo cansado y la nuca con pelo corto de algún marinero inglés.
Primero fueron unos gritos desde adentro del baño, después un apresurado correr de todos y alguien dijo fuerte: “Está con ataque”, y unos minutos más tarde una mujer rígida de vestido azul brillante traída entre cuatro depositada con cuidado en el piso frío junto al bar de estaño y la salivadera blanca.
Estaba muerta en el suelo, en un grotesco desorden, y nosotros parados alrededor, con las piernas abiertas y la mirada baja, mirando el cadáver como quien mira un abismo o un pozo hondo de invisible perspectiva, unidos todos por una especie de animal, pagano y desolador desamparo.
Yo salí en seguida por la puerta de 25 de Mayo y caminé despacio por la noche fría hasta llegar a Retiro, subí por San Martín y me paré frente a la reja negra de la iglesia cerrada.
Todos tenemos nuestro camino de Damasco.  En algunos se desliza en el plácido continuar de una educación cristiana, en otros surge con la fatal consecuencia del hombre que pregunta, en otros emerge ante la fuerza de la vida, ante la humana monstruosidad del pecado original, ante el feroz desplante del hombre que peca, dependiendo quizás de este pecado como único puente entre él y Nuestro Señor, como fue puente de gracia la lanza aquella que el soldado romano clavó en Su costado en esa tarde sublime de la Redención.
Para estos últimos está dedicado este libro, para los que necesitan de su ausencia para confirmar su existencia, para los que tuvimos que golpearlo, azotarlo y clavarlo en la cruz, para entonces saber que existía.
Dios es el protagonista de este libro. Pretendo que se lo note. Si no lo he logrado les agradeceré que recuerden que debemos perdonar no siete, sino setenta veces siete y que involucren en este número a  los  malos escritores".



DALMIRO SÁENZ - PRÓLOGO DEL LIBRO SETENTA VECES SIETE.


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