jueves, 14 de abril de 2016

LA CALMA DE RAYMOND CARVER, EN LA BARBERIA DE ANTON CHÉJOV Y EN LA PELUQUERÍA DE KJELL ASKILDSEN. ¿QUIEN DIJO QUE EN LA PELUQUERÍA DE HOMBRES NO PASA NADA?

Tres maravillosos cuentos, tres escritores, dos de ellos, seguro, los más grandes cuentistas del sigo pasado, que comparten un escenario común: Una peluquería de hombres. Los protagonistas: un hombre que acaba de abandonar a su esposa, un joven que sabrá que su amada está a punto de casarse con otro y un pobre viejo solitario, invisible a los ojos de los demás. Tres historias apasionantes. ¿Quién dijo que una barbería es aburrida, que nunca pasa nada?
Claudio Miranda





LA CALMA de Raymond Carven (versión del libro Principiantes)
Era un sábado por la mañana. Los días eran cortos, y el aire frío. Me estaba cortando el pelo. Ocupaba el sillón de la peluquería, y tres hombres esperaban sentados en hilera en los asientos de la pared opuesta  a la mía. A dos de ellos no los había visto nunca, pero el tercero me resultaba familiar, aunque no lograba de que lo conocía. Seguí mirándole mientras el peluquero hacía su trabajo. El hombre en cuestión-corpulento, de unos cincuenta años, con pelo corto y ondulado- tenía un palillo entre los dientes, que movía de un lado a otro de la boca.Traté de situarlo, y de pronto lo vi con gorra y uniforme, ojos pequeños y vigilantes detrás de las gafas, en el vestíbulo  de un banco, con una pistola en al cinto. Era guarda de seguridad. De los otros hombres, uno era mucho mayor que el otro, pero conservaba un pelo abundante, rizado, gris. Estaba fumando.
El otro, aunque no tan mayor, era casi calvo en la parte alta de la cabeza, y en los lados el pelo le caía oscuro y lacio sobre las orejas. Llevaba botas de leñador, y en los pantalones tenía brillos de aceite de maquinaria.
El peluquero me puso una mano encima de la cabeza para girármela,  y poder verme mejor. Luego le dijo al guarda: 
-¿Conseguiste tu ciervo, Charles?
Me gustaba aque peluquero. No nos conocíamos lo bastante para tutearnos, pero cuando entraba en su peluquería para cortarme el pelo me reconocía y sabía que había pescado en un tiempo, así que charlábamos de pesca. 
No creo que el cazara, pero podía hablar de cualquier cosa y era un buen escuchador. En este sentido, era como algunos camareros que he conocido en mi vida. 
-Es un historia extraña. Bill. Increíble de verdad-dijo el guarda.- Se quito el palillo de la boca y lo dejo en el cenicero. Sacudió la cabeza-.Lo conseguí y no lo conseguí. Así que la respuesta a tu pregunta es sí y no.
No me gustaba su voz. No cuadraba en un hombre de aquella envergadura. Pensé en la palabra "blandengue", que mi hijo solía emplear. Era una voz femenina, en cierto modo;  y pagada se sí misma. Sea como fuere, no era el tipo de voz que uno podía esperar de él, que uno le gustaría escuchar durante todo el santo día. Los otros dos hombres lo miraron. El de más edad pasaba las páginas de la revista, fumando, y el otro tenía un periódico en las manos. Dejaron lo que estaban hojeando y se volvieron a escuchar.
-Sigue, Charles-dijo el peluquero-. Oigámoslo.
Volvió a girarme la cabeza y, después  de sostener las tijeras en el aire unos segundos, siguió cortándome el pelo.
-Estábamos arriba en Fikle Ridge, mi padre y yo y el chico. Estábamos cazando en aquellas barrancas. Mi padre estaba apostado en lo alto de una, y el chico y yo en lo alto de otra. El chico tenía resaca, maldita sea su estampa.Era por la tarde y, llevábamos fuera desde el amanecer. El chico estaba pálido y con muy mala cara., y no paró de beber agua en todo el día, la de él y la mía. Pero teníamos la esperanza de que algunos de los cazadores que había abajo, al fondo de las barrancas, ahuyentara a algún ciervo hacia arriba, hacia nosotros. Así pues, estábamos sentados detrás de un tronco, vigilando. Habíamos oído disparos en en el valle.
-Aquellos huertos de allí abajo-dijo el hombre del períodico. Se movía con impaciencia: cruzaba una pierna, dejaba oscilar una bota unos segundos, y cruzaba la otra-. Los siervos siempre andan rondando esos huertos.  
-Exacto-dijo el guardia- Entran en ellos por la noche, los muy bastardos y se comen las manzanas verdes. Bien, habíamos oído disparos horas antes , como he dicho, y estaba la maleza un macho viejo, grande, a unos treinta metros de nosotros. El chico lo ve al mismo tiempo que yo, por supuesto, y se echa a tierra y se pone a dispararle, el muy imbécil. El ciervo no corría ningún peligro por los disparos del chico (según se vio), pero con toda aquella confusión lo único que hice fue dejarlo atontado.
-Atontado..-dijo el peluquero.
-Ya sabe, atontado-dijo el guarda-. Fue un tiro en la panza. Lo dejó como atontado. Bajó la cabeza y se puso a temblar. Le temblaba todo el cuerpo. El  chico seguía disparando. Yo me sentía como cuando estuve en Corea. Volví  a disparar, pero fallé. Luego el señor ciervo grande y viejo vuelve a meterse en la maleza, pero ahora, santo Dios, no le queda ni una pizca de...cómo podríamos llamarlo..., de empuje. El chico había vaciado su rifle para nada, pero yo le había dado. Le había metido un tiro en las tripas, y eso le había quitado al bicho todo el fuelle. A eso me refiero cuando digo que lo dejé atontado.
-¿Y entonces?-. El hombre más joven había enrollado el periódico y se daba golpecitos con él en la rodilla.
-¿Y entonces qué? Seguro que siguió el rastro , ¿no? Siempre encuentran sitios difícles donde morir.
Volví a mirar a aquel hombre. Aún recuerdo aquellas palabras. El hombre mayor había estado todo el tiempo escuchando, observando con atención como contaba su historia el guarda, que disfrutaba cumplidamente con el protagonismo.
-Pero ¿le siguió?-preguntó el hombre mayor, aunque no era realmente una pregunta.
-Sí, lo hice. El chico y yo le seguimos el rastro, Pero el chico no servia de gran cosa. Se puso enfermo en el camino. Hizo que fuéramos más lentos, el muy cretino.- Ahora tuvo que echarse a reír, recordando la situación-. Bebiendo cerveza y persiguiendo chicas toda la noche, y luego querer ir a cazar ciervos por la mañana. Ahora ya se ha enterado cómo son las cosas, bien sabe Dios. Pero seguimos su rastro. Un buen rastro, sí señor. Había sangre en la tierra y en las hojas y la madreselvas. Sangre por todas partes. Incluso en los pinos en los que había en los que había apoyado para descansar. Nunca había visto un ciervo con tanta sangre. No sé ni cómo podía tenerse en pie. Pero empezaba a oscurecer, y teníamos que regresar. Y estaba preocupado po mi padre. Además; aunque no tendría que haberme preocupado en absoluto, como vería más tarde.
-A veces siguen en pie eternamente, Pero siempre lo que hacen es buscarse un sitio difícil para morir-dijo el hombre del periódico, repitiéndose.
-Al chico lo puse verde por haber fallado el tiro, entre otras cosas. Y cuando empezó le di un guantazo. Estaba tan furioso...Aquí.- Se señaló un lado de la cabeza, y sonrió con una mueca-. Le calenté la oreja, maldito chico. Aún es un crío. Lo necesitaba.
-Bueno, ahora darían cuenta de él los coyotes-dijo el hombre del periódico-. Ellos y los cuervos y los buitres. 
Desenrolló el periódico, lo alisó y lo dejó a un lado. Cruzó de nuevo las piernas. Nos miró a todos los que estábamos en la peluquería y sacudió la cabeza. Pero no daba la impresión de que le importara mucho todo aquello.
El hombre de más edad se había vuelto en la silla y miraba por la ventana el débil sol de la mañana. Encendió un cigarrillo.
-Supongo que sí-dijo el guarda de seguridad-. Es una pena. Era un ciervo bien grande, el muy cabrón. Me gustaría tener su cornamenta colgada en el garaje. Pero en fin, Bill, respondiendo a tu pregunta: cobré y no cobre la pieza. Pero tuvimos carne de venado a la mesa, de todas formas. Mi padre había cazado un pequeño ciervo. Lo había llevado ya al campamento, y lo tenía cogado y destripado y limpio. Había envuelto hígado, corazón y riñones con papel encerado, y lo había metido en la nevera. Nos oyó llegar y nos recibió justo en la entrada del campaamento. Alargó las manos y nos la enseño: las tenía todas manchadas de sangre seca. No dijo ni una palabra. El viejo carcaman me asustó al principio. Al principio no me daba me daba cuenta de lo que había pasado. Las manos del viejo estaban como pintadas de rojo. 
Mirad, dijo. -El guarda, entonces, alargó sus propias manos regordetas-. Mirad lo que he hecho. Entonces entramos en la zona iluminada y vi a aquel animal allí colgado. Un pequeño cervato. Un jodido cervatillo, pero mi padre estaba como unas pascuas. El chico y yo no teníamos nada que enseñar después de todo un día de caza; salvo que el chico seguía con resaca y estaba enfadado y con la oreja dolorida.
Se echó a reir, y paseó la mirada por la peluquería, como recordando. Luego cogió el palillo de dientes y se lo puso otra vez entre los labios. 
El hombre mayor apagó su cigarrillo y se volvió a Charles, el gurda. Respiró con fuerza y dijo: 
-Debería estar en barranca buscando a ese ciervo en lugar de aquí esperando que le corten el pelo. vaya historia de mierda. -Nadie dijo nada. Una expresión de asombro cruzó el semblante del guarda. Parpadeo-. No le conozco y no quiero conocerle, pero creo que ni a usted ni a su padre ni a ese chico deberían permitirles andar por esos bosques con los otros cazadores.
-No puede hablarme así-dijo el guarda-. Viejo imbécil. Lo tengo visto de alguna parte.
-Bien, pues yo no he visto a usted nunca. Me acordaría perfectamente  de esa cara gorda que tiene. 
-Eh, muchachos, ya basta. Esta es mi peluquería. Es donde me gano la vida. No puedo consentir esto.
-Tendría que calentarle las orejas a usted-dijo el hombre mayor.
Creí que iba a levantarse de la silla. Pero los hombros le ascendían y descendían, y era obvio que tenía dificultades para respirar. 
-Tendría que intentarlo-dijo el guarda de seguridad. 
-Charles, Albert, es amigo mío-dijo el peluquero. Había dejado el peine y las tijeras en el mostrador, y me había puesto la mano sobre los hombros, como si pensara que iba a saltar del sillón para terciar en la disputa-. Albert, llevo años cortándole el peloa Charles y también a su hijo. Y me gustaría que lo dejarás.
Miró a uno y a otro, sin quitar las manos de encima de mis hombros. 
-Arréglenlo fuera-dijo el hombre de los sitios difíciles para morir, acalorado y expectante.
-Ya basta-dijo el peluquero-. No quiero tener que llamar a la policía. Charles, no quiero oír ni una palabra más sobre el asunto. Albert, lo mismo te digo. Así que si esperaís un minuto acabo con este cliente. Y mire usted-dijo volviéndose hacia el hombre de los sitios difícles para morir-, no le conozco de nada, pero las cosas irían mejor si no volviera a meterse en lo que no le llaman.
El guarda se levantó y dijo:
-Creo que volveré a cortarme el pelo más tarde. Bill. Ahora la parroquia deja bastante que desear-. Salió sin mirar a nadie, y cerró la puerta con fuerza.
El hombre mayor siguió sentado, fumando un cigarrillo. Miró por la ventana durante un instante, y luego se examinó algo en el dorso de la mano. Luego se levantó y se puso el sombrero. 
-Lo siento, Bill. El tipo ese me ha tocado una fibra sensible, supongo. Creo que mi corte puede esperar unos días. Yo no tengo más citas, sólo una. Te veré la semana que viene.
-Ven la semana que viene, entonces Albert. Y tómate las cosas con calma, ¿me oyes? Todo va vien, Albert.
El hombre salió, y el peluquero se acercó a la ventana para ver como se alejaba.
-Albert está a punto de morir de un enfisema-dijo el peluquero desde la ventana-. Solíamos pescar juntos. Me enseño todo lo que se puede saber de la pesca del salmón. Y las mujeres...Solían andar como locas detrás de ese muchacho. En los últimos años se le han puesto malas pulgas. Pero no sabría decir, sinceramente, si esta mañana no ha habido algo de provocación.
A través de la ventana vimos como montaba en su camión y cerraba la puerta. Luego arrancó y se alejó calle abajo.
El hombre de los sitios difíciles para morir no podía estarse quieto. Estaba de pie, moviéndose por la peluquería, parándose para mirarlo todo: la vieja percha de madera de los sombreros,, las fotos de Bill y sus amigos sosteniendounas sartas de pescados, el calendario de la ferretería con estampas campestres de cada mes del año-pasaba las páginas una a una, hasta llegar a la de octubre-. En su minuciosa inspección llegó a esrirarse para estudiar la licencia de peluquero de Bill, que estaba colgada en la pared al final del mostrador. Para leer la letra pequeña primero se alzó sobre un pie y luego sobre otro. Luego se volvió hacia el peluquero y dijo:
-Creo que yo también me voy; volveré más tarde. No sé ustedes, pero yo necesito una cerveza.     
Salió rápidamente, y oímos cómo ponía en marcha el coche.
-Bien, ¿quiere que le acabe de cortar el pelo, ¿no?-dijo el peluquero en tono rudo, como si yo tuviera la culpa de lo que había pasado.
Entonces entró una persona, un hombre con chaqueta y corbata.
-Hola Bill, ¿algo que contar? 
-Hola Frank, Nada que merezca la pena. Y tú, ¿hay algo de nuevo?
-No-dijo el hombre.    
Colgó la chaqueta en la percha de sombreros y se aflojó la corbata. Luego se sentó en una silla y cogió el periódico que se había dejado el hombre de los sitios difíciles para morir.
El peluquero me hizo girar en la silla para que me mirase en el espejo. Me puso las manos a ambos lados de la cabeza, y me la movió  por última vez. Bajó la cabeza hasta ponerla al lado de la mía, y los dos miramos en el espejo juntos, mientras seguía rodeándose la cabeza con las manos. Me miré, y él también me miró. Pero si vio algo, no hizo ningúna pregunt ni ningún comentario. Y entonces se puso a pasearme los dedos por el pelo despacio, de un lado de otro, como si estuviera pensando en otra cosa mientras lo hacía. Me pasó los dedos por el pelo tan íntima, tan tiernamente como lo hubiera hecho una amante.
Fue en Crescent City, California, cerca de la frontera con Oregón. Me fui poco después. Pero hoy he estado pensando en ese lugar, Crescent City, en cómo estaba tratando de rehacer allí mi vida con mi mujer, y en cómo ya entonces, en el sillón de la peluquería aquella mañana, había tomado la decisiónde marcharme para siempre y no mirar para atrás. He recordado la calma que sentí cuando cerré los ojos y dejé que los dedos se deslizarán entre mi pelo, y la tristeza de aquellos dedos, mientras el pelo me empezaba ya a crecer de nuevo.   
                           


EN LA BARBERÍA de Antón Chéjov 
Primeras horas de la mañana. Aún no son las siete, pero la barbería de Makar Kuzmich Blestkin ya está abierta. El dueño, un joven de unos veintitrés años, sucio, vestido con ropas mugrientas que pretenden pasar por elegantes, está poniendo en orden el local. En realidad, no tiene nada que limpiar, pero el trabajo le ha hecho sudar. Aquí pasa una bayeta, allí rasca con la uña, más allá encuentra una chinche y la retira de la pared. La barbería es pequeña, estrecha, destartalada. Las paredes de troncos están cubiertas de un empapelado que recuerda una camisa de cochero desteñida. Entre las dos ventanas con cristales mates y lacrimosos hay una puertecilla delgada, miserable, chirriante, coronada por una campanilla medio verdosa por la humedad que tintinea de vez en cuando, sin razón aparente, se estremece y emite un sonido quejumbroso. Si miráis el espejo suspendido de una de las paredes, veréis vuestro rostro deformado en todos los sentidos de la manera más lamentable. Es delante de ese espejo donde el barbero corta los cabellos y afeita a sus clientes. En una mesita tan sucia y mugrienta como Makar Kuzmich, todo está dispuesto: peines, tijeras, navajas, fijadores y polvos de a kopek y agua de Colonia muy diluida también de a kopek. La verdad es que toda la barbería no vale ni medio rublo. El chirrido de la enfermiza campanilla suena por encima de la puerta y un hombre de edad madura, con zamarra de piel de cordero y botas de fieltro, entra en la barbería. Lleva la cabeza y el cuello cubiertos por un chai de mujer. Es el padrino de Makar Kuzmich, Erast Ivánich Yágodov. Antaño trabajaba como guardián en el consistorio, ahora vive cerca del Estanque Rojo y ejerce el oficio de cerrajero. -¡Buenos días, Makar! -le dice al barbero, que sigue ocupado en su labor de limpieza. Se besan. Yágodov se quita el chai de la cabeza, se santigua y se sienta. -¡Sí que queda esto lejos! -dice, carraspeando-. No es poca cosa. Del Estanque Rojo a la puerta de Kaluga. -¿Qué tal le va? -Nada bien, hermano. He tenido fiebre. -¿Qué me dice? ¡Fiebre! -Fiebre. He pasado un mes en cama; creí que me moría. Me administraron la extremaunción. Ahora se me cae el cabello. El doctor me ha ordenado que me lo corte. Dice que me saldrá un pelo nuevo y más fuerte. Entonces pensé: vete a ver a Makar. Antes que ir a cualquier otro sitio, vale más ir a casa de un pariente. Lo hará mejor y no te cobrará nada. Queda un poco lejos, es verdad, pero ¿qué importa? Así te darás un paseo. -No faltaría más. ¡Siéntese! Makar Kuzmich, chocando los talones, le señala una silla. Yágodov se sienta, se mira en el espejo y parece satisfecho con lo que ve: en el cristal aparece una jeta torcida, con labios de calmuco, una nariz ancha y chata y ojos en la frente. Makar Kuzmich cubre los hombros de su cliente con una servilleta blanca salpicada de manchas amarillas y empieza a manejar las tijeras. -¡Se lo voy a cortar al rape! -dice. -Naturalmente. Que tenga aspecto de tártaro o de bomba. Así nacerá más tupido. -¿Qué tal está la tía? -Bien. Hace poco asistió al parto de la mujer del comandante. Le dieron un rublo. -Un rublo, nada menos. ¡Agárrese la oreja! -Ya lo hago... No me cortes, ten cuidado. ¡Ay, qué daño! Me tiras del pelo. -No es nada. En nuestro oficio es imposible hacer las cosas de otra manera. Y ¿qué tal se encuentra Anna Erástovna? -¿Mi hija? Estupendamente. El miércoles de la semana pa-sada se prometió en matrimonio con Sheikin. ¿Por qué no viniste? El ruido de las tijeras se interrumpe. Makar Kuzmich deja caer los brazos y pregunta con terror: -¿Quién se ha prometido? -Anna. -¿Cómo es posible? ¿Con quién? -Con Prokofi Petrov Sheikin. Su tía trabaja como gobernanta en el callejón Zlatoustenski. Es una buena mujer. Naturalmente, todos estamos muy contentos, alabado sea Dios. La boda se celebrará dentro de una semana. Ven, nos correremos una juerga. -Pero ¿qué me dice? -pregunta Makar Kuzmich, pálido, sorprendido, encogiéndose de hombros-. ¡No puedo creerlo! ¡Es... es totalmente imposible! Si Anna Erástovna... si yo... si yo albergaba sentimientos por ella, tenía intenciones. ¿Cómo ha ocurrido algo así? -Pues ya lo ves. Se han prometido, eso es todo. Es un buen hombre. El rostro de Makar Kuzmich se cubre de un sudor frío. Deja las tijeras en la mesa y empieza a frotarse la nariz con el puño. -Tenía intenciones... -dice-. ¡No es posible, Erast Ivánich! Yo... estoy enamorado y le he ofrecido mi corazón... La tía había dado su consentimiento. Siempre le he respetado como a un padre... Siempre le corto el pelo gratis... Siempre me he mostrado servicial con usted y, cuando mi padre murió, se quedó usted con el sofá y diez rublos en dinero que no me ha devuelto. ¿Se acuerda usted? -¡Cómo no voy a acordarme! Claro que me acuerdo. Pero ¿qué clase de novio serías tú, Makar? No tienes dinero, ni posición, te ocupas de un oficio insignificante... -Y ¿Sheikin es rico? -Sheikin es maestro de obras. Tiene quinientos rublos en títulos. Así es, hermano... Di lo que quieras, pero el asunto está cerrado. No es posible dar marcha atrás, Makar. Búscate otra novia... No es el fin del mundo... ¡Bueno, sigue cortando! ¿Qué haces ahí parado? Makar Kuzmich guarda silencio y no se mueve de su sitio; luego se saca un pañuelo del bolsillo y se echa a llorar. -¡Bueno, basta! -le consuela Erast Ivánich-. ¡Déjalo ya! ¡Sollozas como una mujer! Acaba de cortarme el pelo y llora luego todo lo que quieras. ¡Coge las tijeras! Makar coge las tijeras, durante un minuto las mira con aire abstraído y a continuación vuelve a dejarlas sobre la mesa. Le tiemblan las manos. -¡No puedo! -dice-. ¡Ahora no puedo, me faltan las fuerzas! ¡Soy muy desdichado! ¡Yella también! Nos queríamos, nos habíamos prometido, pero personas sin corazón y sin piedad nos han separado. ¡Vayase, Erast Ivánich! No puedo verle. -En ese caso volveré mañana, Makar. Terminarás de cortarme el pelo mañana. -De acuerdo. -Cálmate. Vendré mañana por la mañana, a primera hora. Con la mitad de la cabeza pelada al rape, Erast Ivánich parece un presidiario. Le resulta molesto irse con esa pinta, pero no hay nada que hacer. Se envuelve la cabeza y el cuello con el chai y sale. Una vez solo, Makar Kuzmich se sienta y sigue llorando en silencio. Al día siguiente, por la mañana temprano, Erast Ivánich aparece de nuevo en la barbería. -¿Qué se le ofrece? -le pregunta Makar Kuzmich con frialdad. -Acaba de cortarme el pelo, Makar. Aún te queda la mitad de la cabeza. -Pagúeme por adelantado. No trabajo gratis. Erast Ivánich se marcha sin pronunciar palabra. Hasta la fecha sigue teniendo el pelo largo en una mitad de la cabeza y corto en la otra. Considera un lujo pagar por un corte de pelo y espera a que los cabellos cortados crezcan por sí mismos. Así fue a la boda.

EN LA PELUQUERÍA  de Kjell Askildsen

Hace muchos años que dejé de ir al peluquero; el más cercano se encuentra a cinco manzanas de aquí, lo que me resultaba bastante lejos incluso antes de romperse la barandilla de la escalera. El poco pelo que me crece puedo cortármelo yo mismo, y eso hago, quiero poder mirarme en el espejo sin deprimirme demasiado, también me corto siempre los pelos largos de la nariz.
Pero en una ocasión, hace menos de un año, y por razones en las que no quiero entrar aquí, me sentía aún más solo que de costumbre, y se me ocurrió la idea de ir a cortarme el pelo, aunque no lo tenía nada largo. La verdad es que intenté convencerme de no ir, está demasiado lejos, me dije, tus piernas ya no valen para eso, te va a costar al menos tres cuartos de hora ir, y otro tanto volver. Pero de nada sirvió. ¿Y qué?, me contesté, tengo tiempo de sobra, es lo único que me sobra.
De modo que me vestí y salí a la calle. No había exagerado, tardé mucho; jamás he oído hablar de nadie que ande tan despacio como yo, es una lata, habría preferido ser sordomudo. Porque ¿qué hay que merezca ser escuchado?, y ¿por qué hablar?, ¿quién escucha? y ¿hay algo más que decir? Sí, hay más que decir, pero ¿quién escucha?
Por fin llegué. Abrí la puerta y entré. Ay, el mundo cambia. En la peluquería todo está cambiado. Solo el peluquero era el mismo. Lo saludé, pero no me reconoció. Me llevé una decepción, aunque, por supuesto, hice como si nada. No había ningún sitio libre. A tres personas las estaban afeitando o cortando el pelo, otras cuatro esperaban, y no quedaba ningún asiento libre. Estaba muy cansado, pero nadie se levantó, los que estaban esperando eran demasiado jóvenes, no sabían lo que es la vejez. De manera que me volví hacia la ventana y me puse a mirar la calle, haciendo como si fuera eso lo que quería, porque nadie debía sentir lástima por mí. Acepto la cortesía, pero la compasión pueden guardársela para los animales. A menudo, demasiado a menudo, bien es verdad que ya hace tiempo, aunque el mundo no se ha vuelto más humano, ¿no?, solía fijarme en que algunos jóvenes pasaban indiferentes por encima de personas desplomadas en la acera, mientras que cuando veían a un gato o un perro herido, sus corazones desbordaban compasión. “Pobre perrito”, decían o “Gatito, pobrecito, ¿está herido?” ¡Ay, sí, hay muchos amantes de los animales!
Por suerte, no tuve que estar de pie más de cinco minutos, y fue un alivio poder sentarme. Pero nadie hablaba. Antes, en otros tiempos, el mundo, tanto el lejano como el cercano, se llevaba hasta el interior de la peluquería. Ahora reinaba el silencio, me había dado el paseo en vano, no había ya ningún mundo del que se deseara hablar. Así que al cabo de un rato me levanté y me marché. No tenía ningún sentido seguir allí. Mi pelo estaba lo suficientemente corto. Y así me ahorré unas coronas, seguro que me habría costado bastante. Y eché a andar los muchos miles de pasitos hasta casa. Ay, el mundo cambia, pensé. Y se extiende el silencio. Es hora ya de morirse.

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