domingo, 1 de enero de 2012

EL FIN DEL MUNDO

Días atrás, cuando escuché en la radio acerca de una secta francesa que anunciaba el final del mundo para  el 13 de octubre, el recuerdo de Natalia Francis me resultó inevitable. Y lo mismo me ocurrió a principios de año con un tal Harold Camping que de acuerdo a estudios en numerología predijo el mismo desastre,  y ni hablar en la década pasada, con los locos de atar de la secta Heaven´s Gates, que al final se terminaron suicidando en una finca en San Diego.
En mi imaginario, el fin del mundo y la pobre Nati han quedado asociados de una manera inquebrantable.   
Lo cierto es que 20 años atrás el lunático de turno se llamaba Peter Ullrich, un excéntrico millonario que vivía en las afueras de Los Ángeles y que lideraba un grupo  que adoraba a un Dios de nombre Rael.
Natalia fue la que trajo la noticia esa tarde, se apareció con los cachetes todos colorados,  agitando el aviso que había salido en el diario de la mañana y que ella había recortado prolijamente. 
—Estamos fritas—dijo con una voz llena de angustia —, en pocos días se acaba el mundo. 
La frase sonó tan clara, tan contundente, que no dejó el más mínimo margen para la duda. Nos quedamos mirándola en silencio. Luego se armó un gran revuelo y las posiciones quedaron divididas. Por un lado estaban las que no creían nada de nada, y por el otro, nosotras, con Nati a la cabeza, seguida por Marcia y por mí, que tenía el mismo susto que ellas pero que hacía lo imposible para disimularlo. 
—¿Qué decís, estás loca?—dijo Carmen.
—No me digas que crees en esas estupideces—dijo Pato.
—Salió acá, en el diario—afirmó Natalia. 
—¿Y qué?—preguntó Pato.
—Lo dijeron también en la tele y en la radio—insistió Natalia.
—¿Y qué?—volvió a preguntar Pato.
Siempre nos reuníamos a la hora en que caía el sol, cuando regresábamos de la escuela.  Éramos amigas del barrio de toda la vida, pero nunca habíamos logrado coincidir en los mismos colegios, ni antes, en la primaria, ni ahora que habíamos empezado la secundaria. 
Aquellos encuentros eran sagrados, casi ninguna faltaba salvo que estuviera enferma o estudiando para un examen importante.
En los últimos tiempos las conversaciones se limitaban exclusivamente a chicos. Natalia, que era la menor de todas (todavía no había cumplido los trece) y al mismo tiempo la más linda, tenía candidatos para tirar al techo, se daba el lujo de elegir mientras que nosotras nos conformábamos con las sobras.  
La quería mucho pero a veces mis sentimientos eran encontrados. Admiraba su belleza exótica y al mismo tiempo sentía algo de envidia, no lo podía evitar. ¡Era tan hermosa! Su cabello dorado, lacio, muy largo, le llegaba hasta la cintura. Me hacía acordar a las modelos que salían en la televisión. Sus dientes blanquísimos y perfectos eran cosa seria. Para colmo, en esa época, yo tenía metido en la boca un terrible aparato lleno de alambres que me pinchaban toda, una verdadera tortura china. Abrigaba la esperanza de que esa porquería algún día hiciera el milagro de enderezarme la dentadura.
Sin embargo, lo que más le envidiábamos, y en esto incluyo a todas, era eso que mi mamá llamaba “ser una chica precoz ”, pero que para nosotras que éramos más chatas que una tabla de planchar, significaba lisa y llanamente tener tetas, unas buenas tetas.   
Pero esa tarde no charlamos de noviecitos, ni de las materias que nos llevábamos a diciembre, ni de las vacaciones de verano que se aproximaban. El tema excluyente fue el fin del mundo, esa gran catástrofe que según el periódico, la tele, la radio y la mar en coche, estaba prevista para el sábado 16 de noviembre, es decir que faltaban apenas 8 días.
—Paren che—intercedió Gabriela—, a ver que dice el aviso.
—Sí, Nati, dale, léelo—dije yo.
Estábamos en el jardín de Carmen y habíamos armado un gran alboroto.  
Natalia empezó con la lectura pero no se le entendía bien, hablaba bajito, era como si le faltaran fuerzas. Me acuerdo que Marcia le dijo : Che, nena, ponéle un poco más de ganas, parece que te estás muriendo. 
Natalia levantó algo la voz y entonces nos enteramos que el Ullrich ese pronosticaba el desvío inesperado de un enorme cometa llamado “Jade” y el inevitable choque con la tierra, una inmensa explosión equivalente a millones de bombas como la de Hiroshima. 
Carmen preguntó qué era Hiro…¿qué?  Pato, entre risas y burlas, le respondió que más burra no podía ser. Natalía se enojó, pidió silencio para terminar de leer.  
Costó, pero nos callamos la boca. Al final de la nota se mencionaba un dato que al menos a mí me devolvió el alma al cuerpo. Ullrich ya había hecho dos anuncios fallidos en la década pasada, cuando nosotras todavía usábamos pañales.
—Te dije, es todo mentira—afirmó Carmen— ese yanqui es un flor de chanta. 
—Mirá que también dice que los pronósticos de Ullrich se basaron en el estudio del calendario Maya—retrucó Natalia.
—¿Y a quien le ganaron los mayas esos—preguntó Marcia desafiante?
—¿Los mayas? Esos tipos eran lo que más sabían de astronomía. 
—Qué van a saber esos salvajes…por favor— respondió Pato haciendo un gesto de desprecio.
—A ver decíme— insistió Natalia— si es todo mentira como dicen ustedes, entonces explícame por qué la secta esa tiene tantos seguidores en todo el mundo? 
—Mirá, Nati—dijo Carmen— debe ser porque en el mundo cada vez hay más chiflados. Así de simple.
Natalia, muy enojada, dijo que éramos unas testarudas y que si se tenía que ir todo al demonio, mejor, total a ella ya no le importaba nada.  
—Bueno—me metí yo—, para un poco, ¿que decís? ¿Cómo que no te importa nada?
Ella no me respondió, sólo me miró con un dejo de tristeza, como si detrás de los negros presagios de Ullrich existiera otra cosa, algo terrible que la afligía tanto a o más que el anuncio del fin del mundo.   
Se había hecho tarde y nos llamaron para cenar. Quedamos en preguntarles a nuestros padres y seguir discutiendo el asunto al día siguiente. 
Cuando llegué a mi casa lo vi en el informativo de la tele. Ullrich estaba dando una conferencia de prensa. Nadie le prestaba atención, papá ojeaba embobado la revista “Goles” y mamá ponía la mesa.
Lo miré con detenimiento. Ullrich era uno de esos tipos de edad indescifrable. Tenía la cara muy huesuda y una barba rubia recién crecida. Sin embargo, lo que más me llamó la atención fu su mirada, no tenía cara de loco. Además no vestía ropas extravagantes como me había imaginado. Al contrario, usaba un saco y una camisa blanca.  
Cuando terminó la entrevista, mi padre dijo, sin dejar de leer, que Ullrich era el mismo chiflado de 10 años atrás, sólo que un poco más desquiciado y viejo. Mi madre agregó que no se podía esperar gran cosa de un ex drogadicto y que le resultaba inexplicable que el tipo siguiera suelto. 
—¿Qué pasa? ¿No hay loqueros en los Estados Unidos?—se preguntó toda indignada.    
—Entonces con el fin del mundo no pasa nada, ¿no?—les pregunté.
—¡No querida, por favor!—respondieron los dos en un perfecto coro. 
Esa noche dormí mejor que nunca.  
En el encuentro con las chicas al día siguiente pude comprobar que los otros padres pensaban más menos lo mismo. Por lo visto, si Ullrich alguna vez tuvo algún crédito,  lo había rifado por completo en las dos pifiadas anteriores. 
Carmen dijo que su mamá opinaba distinto. Para ella el predicador no era ningún delirante, al contrario, era un vivo que se aprovechaba de la ignorancia de la gente para sacarles plata. Les prometía que si apoyaban la causa con donaciones, el Dios Rael los salvaría del desastre. A último momento bajaría una nave extraterrestre  para recogerlos y llevarlos a un lejano planeta. 
Como Natalia seguía callada, Marcia la apuró:
—Che, ¿y tus padres que dijeron?
—Nada— respondió indiferente.
—¿Vos les preguntaste?     
—Sí, pero no me dieron ni cinco de bolilla, estaban discutiendo no sé por qué cosa, se pasan el día peleando.
—Viste, Nati—dijo Pato—, no te prestaron atención porque no le creen nada a Ullrich.
—No sé, no estoy tan segura—respondió Natalia.
—¿Cómo que no estás segura?—pregunté yo.
—Y que sé yo, en un momento de la discusión mi padre llegó a decirle a mi mamá que aunque no nos guste, las cosas alguna vez se terminan…  
—¿Y qué tiene que ver eso con Ullrich?
—¿Cómo que tiene que ver?—contestó Natalia—. Se muere un perro, se seca una flor… ¡se muere una persona!…vaya uno a saber si alguna vez no se pueda acabar el mundo.
—Uy, nena—dijo Marcia—, qué negativa que sos.     
Pero Natalia siguió porfiando:
—Además está el refrán.
—¿Qué refrán?—preguntó sorprendida Gabriela.
—Cuál va a ser, la tercera es la vencida. Quien te dice que esta vez el Ullrich ese la termina pegando.
—No te preocupes, Nati— dijo Marcia—, también está el otro, no hay dos sin tres. No va a pasar nada.


Nos volvimos a encontrar el lunes, pero no pudimos hablar mucho del tema porque enseguida se largó a llover y corrimos a nuestras casas.   
El martes Pato nos propuso un juego:
—¿Qué harían si les quedaran 24 horas de vida?
La idea prendió rápido. Carmen no dudó, dijo que las pasaría con su nuevo noviecito. Marcia visitaría a una abuela que vivía en Mar del Plata y que hacía mucho que no veía. Raquel iba a viajar a Bariloche para conocer la nieve. Yo dije que me amigaría con mi hermano, hacía 15 días que no nos dirigíamos la palabra.  Ah, y también le declararía mi amor a Matías, por más que estaba de novio, total ya no me importaba nada. Todas estallamos en carcajadas, salvo Natalia que seguía muy seria.
—¿Y vos Nati, que harías?
Se quedó pensando un poco, hizo un puchero y luego largó la frase toda junta, sin respirar, casi se ahoga:
—Decirles a todas ustedes que las quiero mucho y que si llega a pasar algo el sábado quiero que sepan que fueron mis mejores amigas.
La voz se le quebró y se largó a llorar. A mí se me hizo un nudo en la garganta. Corrí a abrazarla. Creo que yo signifiqué mucho para ella en ese momento. Atrás de mí reaccionaron todas. Se armó un gran círculo con Natalia en el medio llorando desconsoladamente. Cuando se calmó un poco, Marcia habló:
—Tonta, era solo un juego, ya vas a ver que el sábado no pasa nada.
Pato, indignada, maldijo a Ullrich, dijo que tipos así hacían mucho daño, que no había derecho a meterle miedo a la gente y que algún día seguramente Dios lo iba a castigar.
Natalia, con el paso de los minutos, se fue recuperando. Nos dijo que se sentía mejor y  prometió no hacerse más problemas. Luego se marchó, la vi caminar muy segura, pero tal vez estaba disimulando.  
El miércoles y el jueves no hubo encuentros, fueron días de perros, llovió desde la mañana hasta la noche.
El viernes nos juntamos en el garage de la casa de Carmen. Fue raro descubrir que Natalia ahora se mostraba despreocupada. Dijo que estaba contenta porque habían pasado tres días sin discusiones entre los padres. En cambio yo estaba rara, la fecha se nos había venido encima. Creo que Gabriela tenía el mismo estado de ánimo, por lo menos se le había acelerado el tic en los parpados, los abría y los cerraba de una manera exasperante. 
Para colmo a Carmen se le dio por hacer bromas: “Y si mañana ¡Pum!...volamos por los aires” “Miren si el loquito de Ullrich acierta y hoy es el último día que nos vemos las caras”.  “Me parece que dentro de una horas chau, al carajo con todo”. Para un poco estúpida, le dije yo. Era una máquina de largar pavadas y para peor se mataba de la risa. Algunas encima le festejaban los chistes.  
Lo cierto es que la despedida fue distinta que en otras ocasiones. Se alargaba inexplicablemente. Decíamos bueno, hasta mañana, pero nos quedábamos un rato más hablando, conversábamos de cualquier cosa, era como si nos diera miedo separarnos.
Cuando llegué a casa se me cruzó por la cabeza: “¿Y si no las veo más?”. Enseguida me respondí: “Vamos tonta, ya te dijeron que no pasa nada, no puede pasar nada, dicen, siempre dicen que se acaba, pero cuando llega el momento no se acaba nada. La tierra sigue rodando”. 

La medianoche me encontró dando vueltas en la cama y empapada en traspiración. Otra vez las estúpidas cavilaciones. El nuevo día había comenzado. ¿Sería el último? Pensaba en ellas. Me imaginé a Natalia llorando en silencio o caminando por la casa como una sonámbula. Tal vez era sólo mi imaginación y la única que estaba en vela pensando estupideces era yo. Enseguida me llegó una frase que había escuchado por ahí y que me estremeció: “Los únicos que dicen la verdad son los niños y los locos”. Si Ullrich estaba chiflado como decían todos, entonces quizá sería cierto. Dios mío. Fui corriendo hasta la ventana y miré el cielo, pero no había señales del cometa Jade. Sólo estrellas brillantes titilando al compás del canto de los grillos. Regresé a la cama y recé. Hacía tanto que no rezaba que casi no me acordaba de la letra. No sé cómo, pero logré dormirme. 

Había amanecido, eso ya era algo. Quedaba mucho por recorrer todavía, pero habían pasado 10 horas del día “D”, no era poca cosa.
Aquel sábado no pude reunirme con ellas. Mis padres se habían comprometido a visitar a unos amigos que hacía  mucho que no veían. Llegamos a la tarde y después nos invitaron a cenar. La verdad es que me aburrí muchísimo, hablaban de cosas de mayores y yo no entendía nada, eso sí, en ningún momento mencionaron a Ullrich y su profecía  lo que en el fondo me dejó tranquila.
Regresamos tarde. Antes de apagar el velador miré el reloj: eran las once. Lo que no había pasado en veintitrés horas no podía ocurrir en una. Gracias a Dios el día estaba a punto de culminar, sin penas ni glorias. Pensé en Natalia y lo feliz que se habría puesto. Recuerdo que estaba muerta del cansancio: ni bien me di vuelta me quedé dormida.   

El domingo nos reunimos antes del almuerzo en la puerta de la casa de Pato. Estábamos de buen humor, el hazme reír de todas era Ullrich que otra vez había hecho un papelón.
Yo que él me pegó un tiro, me acuerdo que dijo Gabriela. Sí, se lo tendría que pegar en el lugar que vos ya sabés, agregó Carmen. Nos reímos.
Yo sentía que me habían quitado un peso de encima. Nada de morirse antes de tiempo. Nos esperaba una larga y emocionante vida. De tan contenta al principio no lo noté: Natalia no estaba. ¿Cómo que no estaba? ¿Qué le habría sucedido?
Al parecer mis padres y yo éramos los únicos que desconocíamos el incidente. Marcia me lo contó todo. El sábado a la noche, a eso de las nueve, se escucharon los primeros gritos en la cuadra. El escándalo pasó a mayores cuando la mamá de Natalia arrojó la ropa del padre al medio de la calle y después gritó toda desencajada que se fuera y que no volviera nunca más, a lo que el hombre le respondió, también a los gritos, que esa era su casa y que de ella no movería un pie. Luego, recogió hasta la última media, el último calzoncillo, y entró a la vivienda como si nada hubiera ocurrido. A la media hora llegó un taxi y Natalia y la mamá se fueron.
Me quedé helada. Miré su casa. Sus ventanas estaban herméticamente cerradas. No parecía su casa.
Regresé muy triste y en el almuerzo casi no probé bocado. Tenía el alma por el piso y me encerré en el dormitorio. Al rato sonó el teléfono. Era Gabriela. Estaba tan agitada que al principio no le entendí una palabra. Le pedí que se tranquilizara, que hablara más despacio, pero la situación la desbordaba.    
—¡Volvieron, volvieron!—no paraba de gritar.
—¿Quiénes?
—Natalia y la madre, vinieron con una camioneta, se están llevando las cosas. 
Gabriela vivía justo enfrente y espiaba por la ventana del living.
Corté y corrí para la terraza. Por poco me caigo y me rompo la cabeza en las escaleras. Me asomé y miré para la esquina. Se veía todo. Allí estaban las dos, cargando las pertenencias en la parte de atrás de la camioneta: dos colchones, una mesita de luz, un par de sillas, un televisor, una radio grabador, varios paquetes envueltos en papel madera, tres valijas. Lo último que le vi subir a Natalia fueron las muñecas de cuando era chica, las abrazaba muy fuerte, como si con ellas hubiera logrado salvar algo de lo mucho que había perdido.    

Subieron en la parte delantera y ella quedó del lado de la ventanilla. Cuando el vehículo pasó lentamente por la puerta de mi casa la pude ver. Tenía la mirada perdida y ya no era la chica increíblemente hermosa de siempre.
Regresé a mi dormitorio y me dejé caer en la cama. Permanecí allí, inmóvil, mirando el techo, hasta que me dormí. 
Tuvieron que pasar varios años hasta que pude darme cuenta que, en realidad, existían muchas maneras de que se acabara el mundo, por más que la tierra no parara nunca de dar sus malditas vueltas.
Ella lo supo mucho antes que todas nosotras. En eso también fue precoz.
Claudio Miranda
Diciembre 2011

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